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La muerte del hijo idealizado

En un impactante testimonio sobre la muerte simbólica y su luto, la psicóloga Elaine Gomes dos Reis Alves narra su experiencia como madre de una hija con deficiencia, así como el solitario y doloroso proceso del luto “no autorizado” por la muerte de un hijo idealizado.

“Existen dos tipos de muerte: la concreta y la simbólica. La muerte concreta es cuando una persona muere y desaparece para siempre. La muerte simbólica, o muerte en vida, son rupturas que ocurren durante la vida del ser humano, desatando el mismo proceso de luto que una muerte concreta”. Las separaciones, pérdida de empleo, pensionarse, cambios de ciudades, mutilaciones, entre otras, son diversos tipos de muertes simbólicas a las que nos tenemos que enfrentar a lo largo de la vida. Otro tipo de muerte simbólica es la que tuvo que afrontar la psicóloga Elaine Gomes dos Reis Alves: la muerte de un hijo idealizado. Madre de una hija con deficiencia (Beatriz, quien hoy tiene 29 años), Elaine vivió este luto “no autorizado” en carne propia:

“Cuando muere el hijo idealizado, surge el dolor, la angustia, el desespero, el miedo, la tristeza: el luto”, así lo describe la psicóloga en un impactante testimonio sobre un tema que es aún más tabú que el luto por muertes concretas. “El hijo está ahí”, prosigue. “Es otro completamente diferente del que fue deseado, pero aun así está ahí y la pareja no tiene autorización para llorar (muchas veces solo la madre puede) y para estar de luto por el hijo que murió (…) La exigencia más común es que los padres acepten, amen y cuiden a ese ‘hijo inesperado’ inmediatamente, a ese hijo que no era idealizado y mucho menos deseado”.

Imagen: Dominik Martin Unsplash

Para que podamos entender la muerte de un hijo idealizado sin juzgar a los padres que pasan por eso, hemos reproducido aquí algunas partes del conmovedor testimonio que la Dra. Elaine publicó en una revista académica.

El inicio

Yo tuve una hija perfecta. Cada vez que llegaba una visita a la sala de maternidad, un sueño era compartido. Cuando mi prima – y gran amiga – llegó a conocer el bebé, nosotras dos organizamos el cumpleaños número 15 de mi hija. Tal era la certeza de que todo andaría bien. Beatriz siempre fue muy simpática y risueña. Comenzó a sentarse y a gatear entre los seis y los siete meses. Se desarrolló normalmente hasta los ocho meses. En esa edad, su desarrollo paró. Con un año, aún emitía un sonido gutural. No había ningún “papá” o “mamá” y todavía estaba muy lejos de comenzar a caminar. A los 8 meses, le expuse mis observaciones y dudas al pediatra, al cual le pareció que era muy temprano para preocuparse por algo. Me pidió que esperara hasta que ella completara un año. A pesar del miedo, me apegué a eso y esperé (…) Beatriz empezó a hacer fisioterapia con un año y dos meses, terapia ocupacional con un año y cuatro meses, fonoaudiología con un año y seis meses. Ella aún no tenía ninguna indicación médica para hacer esos tratamientos, así que yo debía firmar un ‘consentimiento informado’ puesto que tales procedimientos ‘no eran necesarios’”.

En su segundo año de vida, pasé por un otoneurólogo, foniatra, genetista, algunos neurólogos y otros profesionales. Realizaron varios exámenes sin que ninguno apuntase hacia alguna cosa. La mayoría de los profesionales consideró que la niña estaba dentro del promedio y que la madre era ansiosa. Finalmente, con un año y once meses, los atrasos en el desarrollo fueron tenidos en cuenta. Solicitaron una tomografía computarizada y una resonancia magnética y… nada. Exámenes normales. Sólo había un detalle: a los dos años, Beatriz no caminaba y no hablaba.

El proceso del luto

Cuando comencé a percibir un déficit en el desarrollo de mi hija, entré en una mezcla de sentimientos. Quería creer en los médicos y aceptar que todo estaba normal. Tenía un miedo enorme de estar perdiendo el tiempo. Sentía angustia, tristeza, ansiedad, frustración, miedo y dolor. Un dolor en medio del pecho, un hueco sin fondo que yo no sabía explicar. La impresión era que alguien me estaba desgarrando el pecho, aplastando mi corazón, pulmones y estómagos contra mis costillas. Y que a pesar de ese hueco abierto y expuesto, nadie veía o ponía atención. Yo quería compartir lo que estaba sintiendo, pero no parecía haber alguien dispuesto a oír. Siempre había alguien con un “problema de verdad”.

En esa época, llegó a mis manos el libro “Ángeles de barro: historias de padres e hijos especiales” de José María Mayrink. La primera historia que leí fue sobre una chica llamada Beatriz. “¿Sería una señal?”. Lloré la noche entera. De ahí en adelante, fui a la Biblioteca de la Asociación de Padres y Amigos de los Excepcionales (APAE, por sus siglas en portugués) y comencé a leer testimonios y libros sobre padres con un hijo especial. ¡Y cómo lloraba! Me acuerdo de decirle: “Te amo, pero no acepto que no camines y no hables”. En la noche, cuando me acostaba, rezaba y pedía para que, al levantarme, Beatriz fuera como los otros niños de su edad. Al día siguiente, nada había cambiado.

Prácticamente no vi pasar el segundo y tercer año de ella, pues estaba muy ocupada corriendo contra el tiempo. Creía que si me esforzaba bastante y le hacía todos los tratamientos disponibles, yo lograría recuperar el tiempo perdido. Es la Fase de negociación para Kübler-Ross (*) y la que yo también llamo Fase del milagro. No me avergüenzo de decir que en aquella época hice prácticamente todo lo que me decían que era bueno – convencional o no – siempre y cuando no fuera arriesgado. Podía parecer la bobada más grande, pero cuando yo me quedaba sola pensaba: “¿Y qué tal que sí funcione y yo no lo haga?”. Entonces allá me iba yo, literalmente en búsqueda de un milagro. Oraciones de todas las religiones, brujos, curanderos. Tomar agua en la campanilla de la vaca, de la primera lluvia del año, con cascarón de cigarra, de concha (…) También conocí algunos embusteros y esos cobran un precio absurdo.

También está la cuestión de la culpa. Yo me preguntaba qué podría haber hecho mal. Los profesionales en salud me preguntaban si yo había hecho o tomado alguna cosa, si no se me estaba olvidando nada. Mi mamá también quería saber lo que yo podría haber hecho y la mayoría de las personas, conocidas o no, también preguntaban si había ocurrido “algo” durante el embarazo. Es decir, ¡la culpa era mía! Yo quería hablar sobre lo que ocurría y deseaba que las personas me oyeran, validaran el dolor que sentía y me abrazaran. Sin embargo, normalmente decían cosas de este tipo: “¡Dios no da nada que uno no pueda cargar!”, “ese tipo de niños sólo le llegan a personas muy especiales”, “la lana no le pesa a la oveja”, “Dios te escogió a ti”, “es tu cruz”, “tú escogiste esto antes de nacer”. Es decir, ¡era un regalo!

La sensación era de soledad total. También había cansancio, pero yo no podía parar, no había tiempo que perder. Por otro lado, tenía ganas de quedarme acostada a oscuras, con los ojos cerrados, quietica. Pero eso no estaba en el script. La comprensión vino en la sala de espera de las clínicas de tratamientos a las que iba Beatriz. Mientras ella estaba en terapia, yo esperaba con otras madres. Ahí hablábamos de nuestras experiencias con médicos, tratamientos, familiares, escuela y sociedad: frustraciones, soledad, conquistas, sentimientos, prejuicios, hierbas, recetas, maridos, hijos, paseos y en fin. Un mundo en el que vivían y circulaban personas con deficiencias y lo que esas familias enfrentaban. Conocí personas que sabían lo que yo sentía, me respetaban y me oían. Había niños en condiciones que yo consideraba mejores, iguales o peores a las de Beatriz; madres que se encontraban en diferentes etapas del enfrentamiento de aquella realidad. Fue en la sala de espera que yo hice la difícil digestión de tener una hija con deficiencia. La sala de espera y aquellas mujeres me fortalecieron. Allá fue que logré emerger del luto por la muerte de mi hija idealizada. Allá gesté y tuve a Beatriz.

(El testimonio completo de la Dra. Elaine Gomes dos Reis Alves fue publicado en la revista El mundo de la salud – revista científica publicada por el Centro Universitario São Camilo).