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“Entristecer me pareció muy amedrentador”

En un emocionante relato, Rosane cuenta cómo fue el suicidio de su padre cuando él tenía 44 años y ella 17. “Me destruí para construirme toda de nuevo, como si fuese un mosaico”.

El carro avanzaba lentamente por el camino. A mi madre siempre le había dado miedo conducir rápido por considerarse una conductora muy poco hábil (un temor totalmente justificado, por cierto). Pero la verdadera razón de nuestra velocidad se debía a que la vieja carretera de Campos estaba llena de curvas, lo cual prácticamente inviabilizaba las altas velocidades. La nueva carretera estaba recién terminada, pero mi mamá había tomado la antigua por distracción.

La verdad es que me importó un cuerno el estar yendo por el camino más largo y, además de todo, a paso de tortuga. Lo importante era que yo estaba yendo hacia el lugar exacto donde yo quería estar en aquella segunda quincena del mes de julio. Era también una mañana azul de invierno y el paisaje de la antigua carretera, toda bordeada de grandes árboles que parecían estar allí desde hacía mucho tiempo, llenaba mi corazón de paz y alegría.

Esa alegría se completaba por el hecho de sentirme aliviada de estar dejando atrás mi casa en São Paulo, la cual se encontraba impregnada de la contagiosa tristeza en la que mi papá se sumergía de vez en cuando. Mi mamá también parecía más leve, aun cuando ella sabía que tendría que regresar a São Paulo ese mismo día para hacerle compañía a mi padre.

Llegamos al hotel más o menos a las 11:00 a.m. Yo me asoleé un poco. Después, en un clima relajado, almorzamos con la tía Marlene, una gran amiga de mi mamá, y sus tres hijos, Vivi, Dudu y Pepê. Ellos tenían nuestra edad y convivían con nosotros desde que tengo memoria. Todo el plan de las vacaciones me parecía absolutamente seductor. La idea era que mi hermano y yo nos quedáramos dos semanas en el Gran Hotel – sin mi mamá y mi papá-, bajo el cuidado de la tía Marlene. Se me hacía agua la boca sólo de pensar en eso.

El clima debía estar tan alegre que mi mamá dejó contagiarse por esa ligereza y, después de hablar por teléfono con mi papá, decidió pasar la noche con nosotros y regresar al día siguiente. De hecho, esa decisión debe haberse convertido en una fuente de remordimientos para mi madre, a pesar de ella no haberlo mencionado nunca. Mi mamá no es ese tipo de personas que se la pasa apegada al pasado, tarea a la que yo en cambio me dedico con especial ahínco desde que me conozco.

Yo creo que la razón por la cual guardé esos momentos de alegría con tanta nitidez, durante más de dos décadas, es porque éstos representaron la última vez que yo fui totalmente feliz en mucho tiempo.

Con el alma leve, alegre y satisfecha, me fui para el cuarto que dividiría con Pepê. Me despedí de mi familia, pues cada uno de nosotros dormiría en un cuarto separado, y me dormí rápidamente. Tuve lindos sueños, pero infelizmente tuve que levantarme. Es increíble cómo nuestra vida se transforma sin pedir permiso. No hay ningún tipo de preparación, de aviso previo, de premonición, de nada. Uno está ahí, tranquilo en su rincón, intentando desempeñar bien su papel, pagando las cuentas, cerrando los grifos, acordándose de llevar los documentos y ¡Bam! Alguna cosa se escapa de tu control y ocurre algo totalmente inesperado. El DJ de la vida cambia el disco y de una hora para otra, en vez de bailar vals, uno tiene que bailar samba. Y nadie te pregunta si sabes hacerlo o no. Sea como sea, siempre habrá historias que contarles a los nietos.

Bueno, volviendo al punto, yo estaba soñando no recuerdo qué, cuando de repente vi a Vivi parada en mi cuarto, en camiseta de pijama, en una hora que me parecía tempranísimo. Estaba oscuro y tenía la sensación de que podría dormir mucho más. Tuve poco tiempo para mirar el reloj y darme cuenta de que eran las 6:00 a.m. Rápidamente, y con los ojos bien abiertos, la figura que estaba de pie me dijo:

– Levántate, Rosane. Tienes que regresar a São Paulo.

El llamado inusitado obviamente me asustó. Nadie necesita ser adivino para saber que, ser levantado en un hotel, en medio de la noche, justo al inicio de las vacaciones, es sinónimo de malas noticias. En cuestión de segundos, pensé en la cosa más importante que había dejado en São Paulo y grité:

– ¿¡Qué le pasó a mi papá!? Dentro de mí, yo rogaba para que la respuesta fuera algo así como: “Nada, tu papá está bien. Fue tu abuela, se tropezó y murió”. No es que me cayera mal la vieja, todo lo contrario. Pero frente al panorama trágico que se abría ante mí, yo prefería el menor de los males. No obstante, tuve que oír la última cosa que quería oír:

– Tu papá murió.

– ¿Cómo? ¿De qué?

Vivi suspiró profundamente y me dijo:

– Se suicidó. Se disparó en el corazón.

Ese último comentario vino acompañado de un abrazo, un abrazo que rechacé. No por falta de afecto o de intimidad con mi compañera de infancia, sino porque sentí un dolor tan lacerante atravesando mi pecho que sentí ganas de salir corriendo por el oscuro corredor del hotel. El dolor era eso, un objeto puntiagudo perforando la piel, entrando en la carne hasta alcanzar un lugar blando allá dentro. El dolor era tan intenso que exigía movimiento. Debe ser que ese tipo de cosas provoca una descarga de adrenalina, pues se es imposible quedarse quieto. Yo tenía ganas de correr. En aquel momento, entendí visceralmente la razón de ser de ese largo corredor por el cual el ganado puede salir disparado después de que lo han marcado.

Después de algunos minutos, sentí un malestar físico. Algo así como cuando uno come alguna cosa podrida o como si me hubiera atorado con un pedazo de carne que se había atascado en mi garganta. Sentí como si estuviera cargando algo demasiado pesado para mí.

Sin palabras, como muy pocas veces había estado en mi vida, armé las maletas con la ayuda de la gobernanta del hotel. Estábamos con mucha prisa. Justo después me encontré con mi mamá, la cual se encontraba en una calma que no le era habitual. Sabiamente, yo imaginaba cómo se pondría ella cuando le cayera la realidad en la espalda. Para ella no iba a ser nada fácil asimilar el hecho de que su marido hubiera pasado a mejor vida tras haberse metido un tiro directo en el pecho, dejándola con la ardua misión de educar y sustentar a dos hijos adolescentes.

Bueno, nos subimos al carro de un amigo y nos fuimos para São Paulo. En medio del viaje, mi mamá entró en completo desespero. Intenté que se quedara quieta.

En la casa todo estaba tal cual como lo dejé, sólo que no estaba mi papá. Qué desespero. Su cuerpo estaba en Medicina Legal ya que alguien había llamado a la policía. Él estaba en algún lugar y no sabíamos cuándo llegaría. Tampoco podíamos verlo. Yo sentía urgencia por abrazar lo que había quedado de él.

Alguien me mandó a que me bañara. Pregunté si en la tina o en la ducha, pues las decisiones me eran sumamente complejas. Me dijeron que en la tina era mejor. Obedecí. Después del baño, quedé catatónica. Nadie me había dicho qué ponerme y como yo estaba en toalla, no podía salir a preguntar. Abrí el clóset y me puse unos jeans viejos, medio desgastados en la parte de la cola (¿Qué se pone uno para ir a la cremación del papá que se suicidó?).

La casa se llenó de gente. Estaban muchos compañeros míos del Santa Cruz. Algunos estaban con traje. Me sentí amada. Los amigos de mi hermano no fueron. Aún hoy siento rabia por eso.

No hubo velorio. Mi mamá no quiso. Creo que le daba vergüenza, dolor, rabia y culpa. Eso es lo que nos produce el suicidio. Lamenté que mi mamá hubiera tomado esa decisión. Quería pasar mi duelo rodeada de mis amigos. Quería utilizar el palco y el ritual que la cultura me reservaba para poder dramatizar toda esa historia; yo necesitaba toda la ayuda del mundo para poder tragármela.

De vez en cuando, la realidad se desvanecía, las cosas perdían su contorno y yo creía que nada de lo que estaba ocurriendo era cierto. La imagen de mi padre, siempre vivo, se sobreponía. Yo tenía la impresión de que él aparecería en cualquier momento para acabar con todo ese malentendido.

Todo aquello me parecía irreal y yo quería convertirme en pájaro y escapar de allí por la ventana. Pero, aunque lo imposible pudiese realmente ocurrir, de nada habría servido. Aun con alas, yo estaba demasiado pesada para volar.

Los padres mueren antes que los hijos. Esa es una especie de deseada ley natural. En mi caso, no fue realmente eso lo que ocurrió. O por lo menos no lo que yo entendí que ocurrió porque mi papá se suicidó a los 44 años, cuando yo acababa de cumplir 17. El suicidio no le suena natural a nadie.

La muerte por suicidio provoca en la familia emociones semejantes a cuando uno mete la mano en una gran cesta llena de gatos. Uno siente dolor, perplejidad, rabia, culpa y miedo (uno también podría hacerlo, ¿quién le garantiza a uno que no?). Con mamá y hermano igualmente perplejos, no había nadie a quien recurrir. Yo me vi sin otra alternativa que tapar con un muro de ladrillos el pozo oscuro y hondo que había abierto la muerte de mi padre. Y confieso que es súper posible el poder aislarse de esas emociones desagradables. Yo paré de sentir dolor y tristeza como si fuera arte de magia.

A mis amigas les parecía raro que yo no me emocionara con las películas que tenían algo que ver con el tema “papás”. Las fechas conmemorativas pasaban por encima de mí como si fueran burbujas de jabón. Eficiente y organizada, logré entrar en la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Católica (PUC). Yo estudiaba muchísimo y además hacía clases de danza. Mi vida habría sido una verdadera maravilla sino hubiese sido por un sutil detalle: yo no sentía nada y mi cara siempre estaba con una expresión de seriedad. La alegría también había sido bloqueada por mi muro de ladrillos.

Descubrí que las emociones no están guardadas en compartimientos separados, como si fueran zapatos dentro de cajas. Las emociones fluyen y emanan del mismo lugar. Por lo tanto, al querer hacerle zancadilla a la tristeza, me convertí en una especie de robot. Tal como si fuese una máquina, yo recibía comandos del sistema para satisfacer mis necesidades. Yo pensaba siempre en consumo, marcas y en cosas que me aliviaban temporalmente pero que en nada me alimentaban.

Romper con ese esquema no fue nada fácil. Me costó mi cuerpo de bailarina (entristecí y engordé) y el orden de mi vida se vio abaleado. Comencé a hacer psicoanálisis y me destruí para poder construirme toda de nuevo, como si fuera un mosaico.

No sé cuál es el camino ni cuál es el mejor de ellos. Cada uno hace lo que puede, no se puede juzgar. En aquella hora fatídica, entristecer me pareció muy amedrentador. Yo no me sentía apoyada en ninguna parte y crear un exoesqueleto falso era mi única alternativa. Lo que yo aprendí es que, en esta cultura hedonista, es necesario abrir un espacio para llorar la ausencia, para hacer el duelo de quien se ha ido. Primero, porque no hay de otra. Y segundo, porque es a partir del ejercicio del dolor (y su superación) que nos convertimos en lo que realmente somos – esencialmente humanos.

 Rosane Luz Buk es psicóloga y traductora. Tiene 53 años y 3 hijos. Actualmente, escribe guías sobre barrios y trabaja en un proyecto de investigación sobre la bipolaridad.