Inspiração - Bellas Historias
Llega una hora en la que estamos tan mojados que paramos de correr bajo la lluvia
“Insensibles”, “egoístas”. “Le deben estar agradeciendo a Dios el que haya muerto”. Podía leer estos pensamientos en los ojos de algunos parientes y amigos. No los censuro. Mi padre allí, muerto, y mi familia (entiéndase mi madre, mis hermanas, mis sobrinas y mi cuñado), a pesar de la tristeza, respiraba, sí, un cierto alivio. Desde que llegó el diagnóstico del Parkinson, hasta que apareció el Alzheimer para completar la historia – y pasando por los efectos acarreados por las drogas -, pasaron un poco más de ocho años. Ocho años de despedidas diarias. De pequeñas muertes. De pequeños adioses. De pequeños dolores. Esas enfermedades nos robaron hasta el gran dolor de la pérdida. Mi padre moría a cada día: con cada recuerdo perdido, con cada movimiento imposible. Y nuestro luto también fue así: cotidiano, lento, cruel, como un grifo torturante que gotea, gotea, gotea…A los ojos de los “otros”, era crimen mostrar alguna alegría. Y como a mi papá siempre le gustó, nosotros continuábamos recibiendo gente en casa, haciendo fiestas. Lo que los “otros” nunca entendieron – ni necesitan entender – es que la tristeza cotidiana crea un modo individual de lidiar con aquel luto homeopático. Confieso: antes de mi papá, yo también ya había pensado en cómo sería la convivencia prolongada con una enfermedad incurable.
Para mi sorpresa y experiencia propias, la supervivencia depende de que mantengamos algún grado de normalidad en medio de la tormenta. Llega una hora en la que estamos tan mojados que paramos de correr bajo la lluvia. Sólo que la incomodidad, el frío, la fragilidad y el miedo de la lluvia continúan allí: uno simplemente entiende que es un hecho. Punto – pero no final. Y la levedad se vuelve necesaria para poder soportar todo eso – nadie logra soportar el clima de consternación por más de una o dos horas. Ni la visita ni el visitado. Uno quiere encontrar alguna normalidad en medio de todo ese olvido, de aquella falta de coordinación motora, de conversaciones reales. Y en eso tuvimos una suerte enorme: supimos cómo continuar riendo en medio de ese dolor. Como en el día en el que, en el bautismo del hijo de un amigo, sentados él y yo lado a lado, con mi mamá entre nosotros dos, mi papá me miraba y se reía. Yo le devolvía la risa. Así continuamos unas tres o cuatro veces. -Eres realmente una mierda… – dijo de la nada, explotando en una carcajada que hacía mucho no oíamos.
Fue un momento de redención. El resto de la familia también oyó y nos reímos todos. O cuando, en nuestro último viaje en familia, pasamos una semana en una finca en la Sierra de Cantareira. Mientras preparábamos los carros para regresar, él se quedó sentadito en la terraza, encarándome como a un enemigo. Le dije: Todo listo… – ¿Nos vamos?. Él me respondió: Sólo voy a salir de aquí hasta que me pagues los 40 millones que me debes. – ¿¿¡¡40 millones!!?? – No te hagas el pendejo – Bueno papá, voy a devolverte tu dinero. Tomé el celular, fingí llamar al banco y pedir que le hicieran la transferencia. – ¡Listo! – ¿Tú crees que yo soy pendejo? El tropel fue enorme…Mi mamá, y el resto de la familia, confirmando que yo había hecho la transferencia. Y él, irreductible. – ¡Llama a César que quiero hablar con él! César es mi cuñado. Él trabajaba en el banco en el que mi papá tenía la cuenta. Se suponía que él tenía que confirmar la “transferencia” rápido, así no más. Como él convivía cotidianamente con esas situaciones, no tuvo ningún problema en confirmar la “transacción”. Y fueron muchas otras: yo también fui el amante de mi mamá (“¿Ahora te dio por traer hombres a la casa?”), mi hermana se volvió la empleada de servicio (“¿Ella va a dormir aquí?”) y el pintor se convirtió en nuestro acreedor (“¿Nadie le va a pagar a ese hombre?”). Pero no siempre causaba risa… Era desgastante cuando le entraba el desespero por “irme a mi casa” o cuando se despertaba en medio de la madrugada para “irse a trabajar”. O las tentativas de fuga y aquella vez que realmente lo logró hacer– estuvo desaparecido por 10 minutos hasta que lo encontramos. Había momentos en los que, de alguna manera, él recobraba la memoria. Pero recobrar la memoria podía ser el peor castigo, para él y para todos nosotros. Una contradicción, yo sé. Pero es así como yo recuerdo esos raros momentos. Y, con vergüenza de mí mismo, yo cruzaba los dedos para que esos momentos fuesen aún cada vez más raros. Por él. Y también por todos nosotros. Un día, en la casa en la playa, mi sobrina y yo estábamos al lado de la piscina con él, jugando a balancear las piernas en el agua. – ¿Ustedes me perdonan?, dijo con voz de llanto. – ¿Perdonarte qué? –Juro que yo no quería ser así… Esos relámpagos de consciencia no duraban más que algunos segundos. Pero eran momentos en los que el grifo del luto dejaba salir mucho más que tan solo unas gotas. Por eso es que, cuando finalmente mi papá murió, la mayor parte de él ya estaba muerta o ya había muerto hacía mucho tiempo. No necesito defenderme, ni a mí ni a mi familia. No sentimos alivio (a pesar de que, después de ocho años, yo creo que era lo justo. Para él, para mi madre y para todos nosotros). En fin, ni siquiera sé decir qué fue la muerte… Más que tristeza, lo que sentimos fue una enorme falta, una enorme nostalgia que idealiza todo lo que él habría podido ser como padre, como hermano, como marido, como abuelo y como amigo, en esos más de ocho años. Todo lo que podría haber sido y no fue.