Esse projeto é um convite para quebrar o tabu. Um canal de inspiração e de informação para quem vive o luto e para quem deseja ajudar

Donde hay un adiós, también hay un hola

Madre de diez hijos, la empleada doméstica Erendina Cesário vio morir a su hija, Tania, pocas horas antes de dar a luz a su otra hija, Beatriz. Con 78 años, Erendina nos cuenta los aprendizajes que le dejó esa experiencia, así como otras pérdidas que tuvo que enfrentar en su vida

Erendina Cesário, también conocida como Dina, comenzó a sentir los dolores del parto al mismo tiempo que los dolores de la pérdida iban ocupando cada molécula de su cuerpo. Ella vio morir en su regazo a su hija Tania, de dos años de edad. Dos horas después, su hija Beatriz nació. “Llegué del hospital con Tania, quien sufría un problema del corazón. Ella parecía muy débil, pues había tenido una otra de sus crisis. La arrullé, pero me di cuenta de que la estaba perdiendo…Pedí que me dieran agua para colocarla en su boca. Pero ya era tarde. Ella tuvo un infarto fulminante”.

ovo e pedra

Le pregunto a Dina cuál es la razón de ser de ese ritual. Ella me dice que no sabe, pero que eso no importa. “Eso fue lo que me enseñaron mis abuelas”, me explica. Sus abuelas también le dijeron que, si una madre mira a su hijo al momento de morir, una única lágrima caerá del rostro del niño. Ella fijó su mirada en el pequeño rostro de Tania en el instante de su partida. Y ella me lo asegura: “Yo vi la lágrima”.

Dina vistió a la niña con la misma ropa color rosa que ella le había puesto el día del bautizo. Le entregó el cuerpo a la policía – la cual había sido llamada para hacer la autopsia, obligatoria por ley – y luego se acostó en la cama para recibir a Beatriz, la quinta hija de un total de nueve niñas y un niño. Ella nombra a las mujeres en orden de llegada: “María Gorete, Nazilde, Valeria, Tania, Beatriz, Sandra, Eliane, Erondina y Dulcinea”. Y el hijo menor, el único hombre: “Se llama José, como el papá”.

A los 78 años, doña Dina ya vio la muerte de cerca muchas veces. Enterró a su marido hace ya casi 40 años, después de que éste hubiera sido atropellado por un bus. Ya enterró también a tres hijas: Tania murió de una enfermedad congénita del corazón, Nazilde se fue a los 43 años después de sufrir un derrame y Valeria sucumbió a un cáncer a los 52 años.

A pesar de haberse encontrado varias veces con la muerte, ella también ya se topó muchas veces con la vida. Dina posee mucha experiencia en lo que respecta a las llegadas, tanta, que logró contener a Beatriz en la barriga por algunas horas para poder acompañar a Tania a morir. En sus últimos partos, ya ni siquiera llamaba más a doña Amelia, la partera. “Yo sólo le pedía a alguno de los niños que fuera buscar a alguien cuando tenía que cortar el cordón umbilical. También me las arreglé yo sola cuando mi marido murió. Yo críe sola a toda esa manada de hijos, trabajando como empleada doméstica por días”.

Dina habla sobre la muerte con la misma naturalidad con la que habla sobre la vida. Para ella, morir no es nada del otro mundo. Por el contrario: es simplemente el otro lado de la misma moneda. “No es que uno olvide la muerte de un ser querido. Uno no la olvida, pero uno la supera. Uno va viviendo un día a la vez, despacito”, dice. Después me cuenta, orgullosa, cómo insistió en ayudar a cargar el ataúd de su hija Nazilde. “Cuando mi primera hija murió, yo no pude ir al entierro porque Beatriz nació. Esto fue peor. Cada vez que yo pasaba por enfrente del cementerio, yo sentía un vacío en el estómago. Parecía como si yo estuviese…acabada. Poco a poco, el tiempo me fue trayendo de regreso, Dios me fue haciendo fuerte de nuevo. La muerte le enseña a uno a lidiar mejor con las cosas. Es por esto que, en el entierro de Nazilde, yo quise vivir todo aquello de verdad. Uno tiene que permitirse vivir tanto la alegría como el sufrimiento. Ambas cosas poseen su belleza. Yo creo que Dios determina nuestro día para nacer y también nuestro para morir. Dios es bueno. Él me dio nueve hijas y cuando se llevó a Zé, mi marido, me dejó un niño…Mi único hijo hombre, quien siempre me cuidó muy bien.”

Cuando su marido murió, Dina fue aún más fuerte. No derramó una sola lágrima. Por eso es que algunas personas del barrio dijeron que ella no estaba sufriendo. “¿De qué me servía llorar? Con tantos niños en casa, yo tenía que mantenerme fuerte. Cuando a uno le toca enfrentar la muerte, uno siente dolor en todas partes. Pero yo decidí que no me entregaría al dolor. La depresión es una cosa del diablo, ¡la quiero lejos de mí! Siempre le pedí a Dios que no dejara que me enfermara y, con casi 80 años, aún no tuve nada grave… ¡Gracias a Dios!”

Con siete hijos, 44 nietos y 35 bisnietos, doña Dina todavía espera vivir lo suficiente para poder conocer a algunos de sus tataranietos. Ella es sabia: la vida le enseñó que algunas veces hay adiós, pero también hay holas.