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Morir en paz y rodeado de amor

Morir en la casa es un derecho de quien se está yendo. Es una bendición para quien podrá despedirse del ser querido en el mismo lugar donde aquél pasó toda su vida.

Image: pepe reyes

Un poco antes de morir, el poeta Ferreira Gullar le pidió a su mujer, Claudia Ahimsa, que impidiese que fuera entubado y llevado a la Unidad de Cuidados Intensivos. Le pidió que, por amor a él, velara por que lo dejaran “morir en paz”. El relato de la viuda de Gullar inspiró a la periodista Claudia Colucci, especializada en salud, a contar su experiencia con la muerte de su propia madre en su columna online, en la Folha de São Paulo. Su madre, enferma, también se opuso a cualquier procedimiento radical para prolongar su vida.

En el texto publicado el día 6 de diciembre, la periodista cuenta que el propósito de la última internación de la madre (que estaba con un cáncer de hígado en estado avanzado) era promover los cuidados paliativos y evitar que sufriese. No obstante, y durante sus últimos minutos, el equipo de enfermería invitó a la familia – la cual se reunía cariñosamente alrededor de la cama – a salir del cuarto con el fin de poder “cambiar la medicación”. Claudia, su hermana y su padre insistieron en quedarse, pero no les fue permitido hacerlo. Mientras lloraban del otro lado de la puerta, fueron informados del fallecimiento. Su sufrimiento se vio agravado por no haber podido estar al lado de su ser querido durante sus suspiros finales.

El deseo expresado por el poeta de “morir en paz”, así como el texto de Claudia, me llegaron dulce y directamente al corazón, pues yo acompañé a mi padre en sus últimos momentos. Mi padre murió en casa hace dos semanas. Murió en paz.

Mi padre, Renato: una linda caminata hacia el fin.
Mi padre, Renato: una linda caminata hacia el fin.

Mi padre estaba con 90 años y tenía un linfoma. Su edad no permitió que pudiese ser sometido al proceso más agresivo de quimioterapia que podría combatir su enfermedad. Desde el inicio, el equipo médico, responsable de su cuidado, se enfocó en contener el avance del tumor y en proveerle la mejor calidad de vida por el mayor tiempo posible. Fueron 8 meses de proceso, de altos y bajos, de buenos y malos momentos. De pequeñas victorias y períodos de recuperación. Pero también de sustos, recaídas e internaciones.

Para él fue muy difícil. Él era uno de esos hombres con salud de hierro que uno piensa que van a vivir para siempre. Fue difícil para la familia, la cual tuvo que presenciar su deterioro físico. Pero también fue una experiencia poderosa, pues nos permitió a todos nosotros, a mi mamá, sus hijos y nietos, a sus parientes y amigos más queridos, permanecer muy cerca de él durante este año de despedida.

En la última consulta con el oncólogo, el médico tomó la sabia decisión de no volver a internarlo. En casa, rodeado de todo tipo de cuidados, él tendría acceso a todo lo que pudiese traerle conforto en los momentos finales. Fueron dos días difíciles, en los que tener que presenciar su estado delirante de semi-consciencia, nos llevó a algunos, o por lo menos a mí, a la secreta y medio cobarde tentación de llevarlo de regreso al hospital. Afortunadamente, esto no ocurrió.

En mi último encuentro con su médico (Dr. Jorge Sabbaga, ¡Muchas gracias!), le informé a éste sobre la dificultad respiratoria de mi padre. Fue él quien me sugirió llamar al equipo de cuidados paliativos del Hospital Sirio Libanés, en São Paulo. Le pregunté si éstos no amenazarían con llevarlo de nuevo a la Unidad de Cuidados Intensivos y él me garantizó que no lo harían. El equipo no tuvo tiempo de llegar. Mi padre murió antes. Su médico hizo la última visita para realizar el certificado de defunción.

Poco a poco, todas las personas cercanas fueron llegando a su casa: sus hijos, nueras, el yerno, todos los nietos y nietas con sus respectivas mujeres y maridos. Las últimas horas de mi padre en la casa fueron un velorio íntimo y emocionante, diferente del velorio público que vendría después. Alrededor de su cama, en aquel cuarto tan familiar para todos los que nos encontrábamos allí, la presencia física de aquél que había sido marido, padre, suegro y abuelo querido, inspiró conversaciones, historias, risas, lágrimas y cariño. Mientras yo observaba esta última e impactante escena casera, con mi hijo sentado en el piso y sus primos y tíos alrededor de la cama de mi padre, pensé que era una bendición especial el haber podido tener este conmovedor momento final con toda la familia.

Pensé en que así se hacía antiguamente y en cuánta sabiduría había en el hábito de las familias de velar y llorar a sus muertos en casa. En algún momento de nuestros nuevos tiempos, los muertos fueron expulsados del espacio doméstico. La cultura moderna nos enseñó a huir de la muerte, a evitar su cara. “Podemos esforzarnos en dejar a la muerte en una rincón, guardando a los cadáveres detrás de puertas de acero inoxidable, encerrando a los enfermos y moribundos en cuartos de hospital. Escondemos a la muerte con tanta habilidad que daría para pensar que somos la primera generación de inmortales. Pero no lo somos.”, escribió Caitlin Doughty en su libro Hasta las cenizas: lecciones que aprendí en el crematorio, que ya recomendé aquí.

Al evitar “mirar a la mortalidad directamente a los ojos”, como dice la autora, o al insistir en prolongar, a cualquier precio, vidas que ya no pueden más ser prolongadas, creamos una escena final asustadora para nuestros seres queridos: entre tubos y luces frías, rodeados de profesionales que, aunque bien intencionados, son personas extrañas que pueden llegar a alejar a la propia familia del último suspiro del ser amado.

Entiendo que no siempre es posible – o bienvenida- la idea de la muerte en casa. Muchas veces, ésta puede y debe ocurrir en un hospital. No así, y aun en esta situación, tenemos el derecho a pedir, como lo hizo el poeta Ferreira Gullar, para morir en paz.