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¡Venga, vete a vivir!

El publicista Paulo Camossa, de 50 años, se vio frente a la fragilidad de la vida tras perder a su hija Amanda, entonces con 18 años. Siete años después, él tiene una respuesta muy clara sobre cómo encontró un nuevo sentido a su existencia: sin romper con la memoria e intentando vivir con la misma intensidad con la que vivió Amanda

Entrevista de Laura Capanema

Paulo y su hija Amanda: separación precoz
Paulo y su hija Amanda: separación precoz

“Jamás creí que ella hubiera desaparecido. Aprendí a convivir con el dolor al ver la partida como algo natural, un pedazo de la existencia. La muerte significa una nueva manera de existir. No sé exactamente con qué frecuencia pienso en ella. Qué se yo, todos los días, quizás. Si escucho una canción que oíamos juntos, pienso en nosotros, claro, pero de manera distinta: en lugar de ‘cómo me gustaría que estuvieras aquí para oír eso’, pienso ‘si estuvieras aquí, te encantaría, esa canción’. Ella se me aparece de diferentes formas, en las cosas que veo, las cosas que hago. Cuando me preguntan si tengo hijos, siempre contesto: ‘Sí, tengo una hija. Ella ya no está aquí con nosotros’.

Amanda siempre fue mi prioridad. Teníamos una relación muy cercana, muy especial, poco común entre padre e hija, especialmente en aquella época. A pesar de la vida agitada en la agencia, llena de cócteles y viajes, siempre prefería estar con ella. Nuestras memorias están vivas: me acuerdo claramente de las fechas, como el 7 de septiembre del 1998, cuando ella aprendió a andar en bicicleta en el Parque Ibirapuera; o el día 20 de diciembre de 2008, nuestro último paseo a pie. Fuimos al cine Reserva Cultural y vimos Vicky Cristina Barcelona. Después salimos a caminar por la avenida Paulista de punta a punta. Tenía miedo de olvidarme de los pequeños detalles, pero me acuerdo de todo, a todas horas, incluso de que nunca me iba a dormir sin antes darle un abrazo y decirle buenas noches.

A los 18 años, ella recién había ingresado en la universidad (la misma carrera que yo había estudiado) y se puede decir que iba por muy buen camino, ya tenía las pasantías aseguradas. Y estaba feliz. Hasta el día en que volvió de la facultad, tomó el sol (me lo contó el portero del edificio), habló con Bel, la muchacha que nos ayudaba en la casa, y fue a acostarse un rato. Yo estaba en la oficina cuando me llamó su madre por la tarde, preocupada, diciéndome que ella no contestaba el teléfono. ‘Algo normal a esa edad, no pasa nada’. Volví a casa a la hora de costumbre. La puerta de la habitación estaba cerrada y por debajo de ésta se veía la luz del televisor. Ella estaba dormida. Hermosa. Fui a darle un beso y noté que su rostro estaba frío. Llamé al vecino, médico, y enseguida al sistema de urgencias médicas – SAMU. Intentamos traerla de vuelta, pero ya se había ido. Ya no estaba viva.

La causa oficial, según el informe médico, fue un edema de pulmón agudo. Nunca había ocurrido nada semejante en la familia, pero no había nada que hacer. Habría que aceptarlo. Por suerte, toda nuestra historia me confortaba.

La energía positiva de las personas más próximas me amparó. Como su muerte ocurrió de forma poco común, el funeral fue realizado dos días después y enseguida me vi rodeado de personas queridas. Este apoyo me anestesió. Tanto es así que, desde su velación asisto más frecuentemente a las velaciones de otras personas, pues entendí cómo es importante estar presente. Hace un mes, falleció el padre de un amigo en Pirassununga, un domingo, justo después de que yo me había marchado a São Paulo (Pirassununga es mi ciudad natal). Lo dejé todo y volví a la carretera.

Sin embargo, llega un momento en que, después de tanto apoyarnos, la gente vuelve a vivir su vida. Y no nos queda más remedio que encontrar una manera de seguir adelante. En mi caso, pasé a trabajar sobre su memoria, día tras día. Edité varios videos y los colgué todos en YouTube.

 

También hice una playlist de su vida. Nos encantaba la música, era parte fundamental de nuestra relación. Y desde hace un tiempo escribo en los medios sociales en los días de cumpleaños y del aniversario de su partida cosas como ‘25 curiosidades aleatorias sobre Amanda Camossa’ (dos: ella nunca mezclaba arroz con frijoles y se comía el sándwich de jamón y queso frío y no caliente). No estoy de acuerdo cuando dicen que ella vivió poco. Ella vivió mucho por 18 años e inspiró profundamente a aquellos que la conocieron. Ella es de una intensidad increíble. Ella es – yo siempre lo digo así, en presente.

El otro día me crucé con un amigo que no veía hacía muchos años: ‘¡Cuéntame cómo va Amanda!’ ‘Debe haber crecido un montón, no?’ Le di un abrazo muy fuerte: ‘¡Me alegro que te acuerdes de ella, pero ella ya no está aquí’. Y él: ‘Pero, a ver, explícamelo? Qué pasó?’ El tipo se quedó desconsolado, creyó que había metido la pata. Pero, de verdad, no me importaba: ‘Te estoy diciendo que me quedé muy contento por el simple hecho de que preguntaras por ella’.

No soy escéptico y de hecho no creo que la vida es solo lo que tenemos aquí. Soy católico y creo en la filosofía de Allan Kardec. Sin embargo, la fe es algo que trasciende cualquier doctrina. Prefiero no hablar de religión porque esa idea nos lleva a seguir una sola corriente. La fe es una sensación, un sentimiento, una certeza de que existe algo más allá. En mi caso, tengo la certeza de que mi hija está conmigo. El 100% de mi serenidad viene de la fe.

Ya me he encontrado muchas veces con Amanda. Hay sueños que son realmente sueños y hay otros que no. Hay veces que la siento en el viento. Por supuesto que la extraño, pero eso no es, necesariamente, algo malo. La nostalgia es una forma de presencia: solo extrañamos las cosas buenas. A veces, pero muy de vez en cuando, me duele, me duele mucho. Un dolor profundo. Pero pasa. Sé que nuestra conexión va mucho más allá.

Amanda me hizo pensar en mí mismo. Tenía un trabajo que me realizaba, pero había una inquietud: lo que más me gustaba hacer era insignificante para la agencia. Me dejada muy contento ayudar a los productores de contenido a viabilizar sus proyectos. Yo trabajaba con publicidad, conocía muy bien el mercado. Y pensaba: ‘si a mí no me pasa nada distinto en la vida, todavía me quedan unos 40 años por delante. ¿Quiero vivir mucho o poco?’ Entonces mi cabeza empezó a organizarse para vivir… mucho. Y decidí ser leve. Dejé de usar el coche y pasé a caminar incansablemente por la ciudad, del Ipiranga al Carandiru. Reconquisté la simplicidad que siempre había tenido dentro de mí –aún en los tiempos de publicista, a mí nunca me han gustado las adulaciones–, pero que se ha ido borrando justamente porque nunca me había parado a escuchar a mí mismo.

Me tomé un año sabático, aprendí a bucear, a samplear música, a editar libros y estuve un tiempo en Boston perfeccionando el inglés. Todos los cursos que hice me enseñaron mucho más que sus propias disciplinas. El buceo, por ejemplo, es un curso que enseña qué hacer cuando todo sale mal. Practicas a encontrarle solución a toda suerte de complicaciones (pero al final todo sale bien). Al hacer sampling de música entendí que cosas distintas pueden combinarse entre sí para crear algo nuevo. Hoy día es exactamente lo que hago: combino sin miedo los conocimientos aleatorios que he ido adquiriendo a lo largo de mi vida. Acabo de abrir mi propia empresa y alquilo una silla en un espacio de co-working al lado de personas geniales con las que aprendo muchísimo todos los días. Tengo una vida más flexible, como siempre he deseado.

La idea de vivir mucho –y bien– vino de Amanda. Fue al entender la intensidad de su existencia que decidí que conduciría mi vida en la dirección de las cosas que me mueven de verdad. Es como si la escuchara todos los días diciéndome: ‘¡Venga, vete a vivir!’