Inspiração - Reflexiones
El duelo anticipatorio – la experimentación de la muerte
Familia reunida para conmemorar el cumpleaños 60 de mi padre.
¿Será que es mejor tener tiempo para despedirse de la persona?, ¿o es aún peor esa película de terror de vivir con la muerte al acecho? Sabemos que no existe una jerarquía de dolor para ningún proceso de luto. Sin embargo, la médica geriatra, la Dra. Ana Cláudia Quintana Arantes, no tiene ninguna duda al respecto: “Cuando se tiene la posibilidad de vivir el duelo anticipatorio, se favorece el luto saludable”. Especialista en cuidados paliativos, Ana Cláudia ha acompañado a enfermos terminales y a sus familias por hace más de 10 años.
El término “duelo anticipatorio” fue utilizado por la primera vez por el psiquiatra Erich Lindemann (The Symptomatology and Management of Acute Grief), en 1944. El término surge a partir de la observación de las esposas de los soldados que iban a la guerra. Saber que tal vez ellos no volverían accionaba en ellas el gatillo del sentimiento de pérdida, así como todas las consecuencias emocionales que dicha situación implicaba. Desde entonces, los médicos y psicólogos que acompañan a las familias durante este proceso afirman que las intervenciones realizadas a lo largo del duelo anticipatorio pueden prevenir el desarrollo de problemas en el luto post – muerte. En contraposición, las terapias posteriores a la muerte del ser querido pueden apenas intentar remediar las dificultades ya emergidas.
Mi primera experiencia significativa con la muerte fue la de vivir el duelo anticipatorio con mi padre. Utilizo la palabra CON porque, al descubrir que él tenía un cáncer metastásico, prácticamente sin posibilidad de cura, decidimos disimuladamente recorrer ese camino juntos. Gracias a esta experiencia, conocimos no sólo las profundidades del dolor, sino también las bellezas que la muerte nos revela. Logramos ver muchas de estas bellezas únicamente porque aceptamos la inminencia de su muerte, evitando toda negación frente a los pronósticos de los médicos. Juntos hicimos el proceso de despedida, desatando los nudos y las aflicciones, quitándonos las armaduras para poder recibir el amor, la tranquilidad y el cariño. ¡Si yo no me hubiese permitido vivir esa experiencia con él, tal vez aún hoy (6 años después) estaría rumiando el dolor y la rabia porque la vida me quitó a mi papá!
Tal como describe este momento tan delicado el especialista José Paulo Fonseca, autor del libro “Duelo anticipatorio” (Editora Livro Pleno), “se trata de una fase donde se está en el filo de la navaja”. Por un lado, tenemos que prepararnos para la muerte que se avecina. Por otro, debemos dedicar todo nuestro amor, atención y cariño al paciente en fase terminal. Fue justamente viviendo esos dos grandes puntos antagónicos del alma que descubrí que, como dice la Dra. Ana Cláudia, “la muerte enseña a vivir”. Es a partir de esta perspectiva de vida que me gustaría relatar aquí mi proceso de enfrentar el dolor: aprendí que cuando vivimos la experiencia de la muerte, abriendo el espacio para que reaparezca la mirada positiva que fue consumida por el dolor y el miedo, logramos atravesar la pérdida de forma transformadora y, me arriesgo a decir, menos devastadora.
Hoy en día, después de haber asimilado mi luto, logro revivir aquellos días con gratitud. La presencia física de mi padre se ha ido, pero cada vez que descubro algún cambio positivo que me dejó su enfermedad y su muerte, percibo que él todavía vive en mí. Fue la forma más saludable que encontré para no dejar que todo el sufrimiento por el que él tuvo que pasar hubiera sido en vano. Si esa realidad era inevitable, pues entonces que sirviera para tener una vida mejor. Fue así que, instintivamente, seguí lo que mi corazón me decía: aprende lo que más que puedas de esta situación que te pone la vida pues, aunque nunca estaremos listos para la partida de un ser querido, ¡podemos PREPARARNOS MEJOR PARA PERMANECER! Comencé a prestarle más atención a los pequeños detalles, a los aprendizajes y a los descubrimientos que aparecieron a lo largo de su tratamiento. Fueron 5 meses que pusieron a prueba nuestra capacidad de enfrentar el miedo y el dolor, pero también fueron meses en los que revelamos lo más genuino de nosotros.
La Dra. Ana Cláudia dice que si la muerte fuera un personaje, ¡su característica principal sería la amorosidad! La muerte es quien más sabe sobre la vida y sobre lo que es realmente importante. Una persona en estado terminal entra en contacto con lo mejor de sí misma. Como ya no necesita representar más un personaje – pues ya no hay más tiempo ni importancia en ello – esa persona abre un espacio para ejercer el estado más sublime del ser humano. Mi madre suele referirse a esa fase con una mezcla de dolor y nostalgia. Dice que fue la época en la que sintió a mi padre más amoroso y más cerca de ella. Así fue con todos los hijos y las personas que lo visitaron. ¡Yo descubrí la fuerza y el poder del estar presente!
Hasta entonces, y al igual que para la mayoría de las personas, pensar en la posibilidad de la muerte siempre había representado una angustia. Tocaba madera tres veces y rápidamente alejaba esa imagen de mi cabeza. ¡Me desesperaba sólo el hecho de tener que imaginar mi impotencia frente a esta situación y el cómo viviría después! Enfrentarla como lo hice fue algo sorprendente y reconfortante. No fue algo menos doloroso, pero sí algo más fácil de soportar. Hoy no siento más ese dolor en el pecho de sólo tener que pensar en la idea. Sé que aprovecho mucho más mi vida. No sin menos miedo de perder a alguien cercano, pero al menos tengo más coraje para enfrentar esa situación. Sé que caeré, pero sabré levantarme y sabré elegir nuevas formas de vivir. El dolor y la nostalgia son inevitables, pero cuando logramos abrir espacio para lo nuevo, ese sentimiento comienza a caber nuevamente en nuestro corazón. Si yo tuviera que elegir cuál fue el mayor legado que me dejó esa fase, ¡diría que fue el descubrir la importancia de la familia! Nuestro núcleo familiar siempre fue muy fuerte. Mis tres hermanos, mis padres y yo siempre tuvimos una buena convivencia, pero con alguna cierta individualidad que el tiempo va trayendo.
Cuando llegó el diagnóstico de su enfermedad, nuestros lazos se fortalecieron inmensamente, convirtiéndonos casi en una misma unidad. A pesar de que cada uno de nosotros asimiló el dolor de manera diferente, la complicidad en ese sentimiento nos unió tremendamente. Nadie nos entendía mejor que nosotros mismos y yo sólo quería estar en compañía de ellos. Era como si nos hubiéramos vuelto niños de nuevo, protegidos por nuestros padres. Fue una sensación que me trajo mucha seguridad. Cuando él se fue, nuestras relaciones ya se habían transformado. Hoy en día tenemos una intimidad y un vínculo de confianza y complicidad tales que sirven de ejemplo a mis hijos y a la forma como los he criado. ¡Gané tres grandes puertos seguros, al mismo tiempo que los cuatro hijos nos convertimos en el mejor apoyo que mi mamá necesitó y necesita!
Durante la enfermedad de mi papá, el tiempo fue pasando y yo no sabía que yo estaba trabajando lo que los especialistas llaman de duelo anticipatorio. Tampoco imaginé que dicho proceso serviría de base y apoyo para mantenernos firmes el día que la muerte tocara la puerta. ¡Y cuando ese día llegó, lo enfrenté de una forma inesperadamente sorprendente! Nos alternamos para estar junto a mi papá en el cuarto de Cuidados Intensivos. En el Hospital Sirio Libanés en São Paulo, lugar donde estaba internado, existen algunos cuartos dentro de dicha unidad donde la familia puede acompañar al paciente todo el tiempo. Ese fue otro descubrimiento importante. ¡Si el sistema hospitalario pudiera ofrecerle ese privilegio a las familias, la muerte no sería algo tan solitario y desamparado!
Cada vez que era mi turno, yo le pedía a Dios que me preparase y me diese la fuerza en el caso de que mi papá me escogiera a mí para presenciar su muerte. No quitaba mis ojos de sus signos vitales ni un segundo. En una de las madrugadas, vi que su ritmo cardiaco comenzó a disminuir. Miré a mi hermano médico que estaba a mi lado y sentí que él me respondía la mirada – “Sí, creo que llegó la hora”. En cuestión de segundos, pensé: “Si va a ser ahora, que se vaya de la mejor forma posible, haciendo lo que tanto le gustaba hacer: ¡oírnos cantar!” Escogí una canción de Roberto Carlos, que a él le encantaba, y canté hasta que se restablecieron sus signos vitales. Vivió un día más. Mientras cantaba, tuve mi última revelación: ¿Si la muerte hace parte de la vida, por qué no incluir la vida en la experiencia de la muerte?