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Tú vives en mí, yo vivo en ti

La periodista Renata Piza narra un valiente y amoroso relato sobre la súbita muerte de su marido, Daniel Piza, a los 41 años. Ella cuenta todo lo que tardó para descubrir la expresión “Ubuntu” – “tú vives en mí, yo vivo en ti”. Esta fue la inspiración y el reconforto que necesitaba para, como ella dice, “duplicar su tamaño” y continuar viviendo con él dentro de sí misma.

Mi ex marido, probablemente la persona más brillante que haya conocido, fue despedido algunas veces, lo que siempre me pareció sospechoso. No podía entender cómo alguien tan bueno, tan inteligente, con tan buen carácter pudiese haber sido despreciado por algún jefe. Pensaba, para mis adentros, que tal vez era “culpa” de él, debido a su personalidad tan fuerte. Qué boba. Él se reía. Realmente no le importaba y me decía que mucha gente es despedida simplemente porque tiene jefes malos y no por ser ellos mismos malos profesionales.

Hace 4 años, 3 meses y 9 días (fecha en la que escribo este texto) mi marido se transformó en mi “ex” sin que yo pudiese reflexionar al respecto. ¿¡En dónde fue que firmé para acceder a esto!? Yo nunca estuve de acuerdo. Qué cosa más extraña convertirse en “ex” de esta manera, sin peleas, sin discusiones, sin juez, sin lapicero.

Daniel e Renata Piza

Hasta hace poco tiempo atrás, yo me resistía a esta palabra. ¿Ex?, ¿será que esto es real? No nos separamos, no nos divorciamos y aun cuando comencé a salir con otra persona, me sentía medio traicionera, medio “Doña Flor”[1]. Mi psicoanalista fue decisivo: “Renata, la muerte es la mayor de las separaciones. ¿Recuerda el “hasta que la muerte los separe?”

Daniel, mi ex – como mi analista quiso que yo lo concibiese – no era únicamente mi marido. También era el papá de mis hijos, mi amigo y un poco también mi papá, ya que mi padre murió cuando yo tenía 19 años. Era mi consejero, mi coaching de vida, mi coaching profesional – aun cuando él detestara ese tipo de calificativos Era el hombre más bueno de la tierra. Bueno de verdad, ¿sabes? Era bueno en todo lo que hacía, esa era una condición impregnada en su corazón. Le era imposible ser diferente.

Pero él no era “simplemente” bueno. Era íntegro, entero, le agradara o no le agradara alguien. No era el tipo de persona que hace concesiones para agradar aquí o allá. Era conocido por algunas personas como “Dani le rouge”, debido a su cabello, pero mucho más debido a su postura. Muchos también lo llamaban “Piza”. ¿Yo? Yo le decía chéri, porque nunca vi alguien ser realmente tan querido en la vida. Tan camarada.

Cuando él murió súbitamente, el 30 de diciembre de 2011, pasé algún tiempo completamente fuera de mí misma, como si yo también estuviese muerta – sólo que atrapada aquí. Como si mi alma se hubiese ido y no le hubiera avisado a mi cuerpo. Quería levantarme de este libreto grotesco que yo no había escrito – y tenía completa seguridad que él tampoco. Recuerdo haber llorado mucho, comer lo mínimo, cortarme el cabello, cortar mi piel, pelear con Dios. Un Dios, confieso, de quien no era tan íntima, pero que fui conociendo después. Supongo que todo se da a su debido tiempo.

Tengo algunos flash-back. El ruido de él cayéndose en el baño. La luz de su retina apagándose. La respiración silenciada. La cobija de cebra en la que lo envolví para intentar darle calor. Estaba tan frío. Estábamos en la montaña, pero obviamente el frío era de otra naturaleza. Recuerdo las horas infinitas antes de que llegara la funeraria. Recuerdo haber ido a ver el ataúd y haber pensado que el vestido que le habían puesto era feo, tan injusto… Uno se apega a pequeños detalles. Recuerdo a Bia, amiga-hermana, que en medio de ese horror a la Conrad[2], logró mantenerse firme sobre sus piernas y calmar a los niños. Recuerdo a Micky, que dejó a sus hijos y a su marido, y pasó el 31 de diciembre conmigo en el cementerio. Tan generosa, tan humana. Recuerdo a mi madre y a su marido. A Renato, hermano de Dani, que tampoco se movió de allá. Éramos 5 personas entre una dimensión y otra, esperando que comenzara el día y que los otros llegaran para poder hacer el entierro. Todos esos rituales que parecen más bien aumentar el sufrimiento.

Recuerdo haber mirado la mano de Daniel y de haber visto que estaba en la misma posición que en la que él solía dejarla en vida. Algo surreal. Recuerdo a Fred, de rodillas en el pasto, en la hora del entierro. Una imagen tan dolorosa que parecía ser la mía reflejada en el espejo. Recuerdo regresar a casa, con dos hijos, sin empleo (nos íbamos a vivir a otro país y yo había renunciado) y sin la menor idea de cómo haría para levantarme al día siguiente, de cómo le diría a mi pulmón “hey amigo, continúa respirando”.

Pero Newton tenía razón y existe un mecanicismo en la vida. Por más que uno no quiera, el aire entra y sale, la sangre circula, el corazón continúa latiendo, los párpados se abren, los pájaros, frenéticos, insisten en cantar. Un amigo aparece, una buena jefe te ofrece el empleo de regreso (qué gratitud, Lenita y Dulce). El rostro de tus hijos te recuerda que ellos te necesitan, aunque no sepas cómo ayudarlos, cómo decirles que todo va a estar bien. Pero por mucho tiempo nada está bien, es decir, les mentí un poco. Ahora no te voy a mentir a ti. Por mucho tiempo, tal vez para siempre, sentirás que violentaron tu alma, que te arrancaron una parte. De hecho, en mis divagaciones pensaba en negociar con Dios. Llévate una pierna, un brazo, pero déjame a Daniel. Qué boba.

Aceptar la muerte es, probablemente, la única – y la más difícil – garantía que tenemos de la vida. Es repetir lo obvio: no controlamos nada, no siempre existe justicia o, por lo menos, no podemos ver la historia completa. ¿Por qué alguien saludable, con tres hijos, una mujer enamorada, un empleo increíble, tantos amigos, tantos lectores, tanta, pero tanta vida, tiene que morir a los 41 años? No tiene por qué morir. No murió, no está bajo tierra. La energía, la fuerza, la compasión y – quién sabe – también un poco de la inteligencia y el corazón valiente de Daniel están conmigo, con nuestros hijos. Tal vez están en sus libros – léalos, son buenos, se lo garantizo. Una brisa de lucidez en estos tiempos tan inciertos.

Tardó un poco, algunos años, para que yo descubriera qué significaba la expresión Ubuntu – tú vives en mí y yo vivo en ti. Fue Lourenço quien me habló de esto. Es uno de esos amigos que, aun cuando no son tan cercanos, surgen de repente y son como ángeles, repartiendo palabras en el momento correcto. Ubuntu fue la inspiración y el reconforto que yo tanto estaba necesitando.

Después de eso, y como diría el escritor Valter Hugo Mãe, dupliqué mi tamaño pues, de alguna manera, y aunque ya no esté más entera, llevo a Dani conmigo, su fuerza, guerrero del Norte, su dignidad, su mirada dulce, igualita a la de Bernardo. Y ahora, si pierdo el trabajo o algo que me parecía valioso, puedo prácticamente verlo a él sonriendo dentro de mí, recordándome que algunas veces es simplemente que hay jefes malos, que hay amigos desleales o que es una injusticia cualquiera, un virus dentro del sistema. Lo veo a él mostrándome que el mejor contraataque es levantarse de la cama y sacudir el polvo. Tal como él decía: “vivir bien es la mejor venganza”. Siempre.