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“Gracias mamá”

Cuatro meses después de descubrir que estaba embarazada, Mariana Fleury recibió la noticia de que su madre tenía pocos meses de vida. Cuatro años después, Mariana logra ver la historia desde otro ángulo y agradece a su madre por servirle de inspiración todos los días.

Relato a Mariane Maciel

Mi madre, mi hermano y yo (a la derecha)
Mi madre, mi hermano y yo (a la derecha)

Yo estaba loca por quedar embarazada, loca, así que cuando descubrí que estaba embarazada, en la víspera del Día de la Madre de 2012, me sentí la mujer más realizada de la faz de la tierra. Pero cuando recibimos la noticia de la enfermedad de mi mamá, cuatro meses después, fue como si nos hubiera caído un balde de agua fría. Ella era joven, tenía sólo 55 años. Aun así, su cuadro médico era grave: cáncer en el pulmón. Por más optimistas que fuéramos, desde el inicio sabíamos que ya no había nada que hacer.

Lúcia Maria es el nombre de mi madre. Yo soy igual a ella, sólo que soy pelirroja. Tengo los colores de mi padre, pero soy igual a mi madre. Las personas se impresionan mucho con esa semejanza. Cada vez que voy a visitar a mi abuela y me encuentro con mis tías – sus hermanas – ellas dicen: “Eres igual a Lúcia, estoy viendo a Lúcia aquí”. Creo que por eso chocábamos tanto cuando yo era más joven – porque yo era su espejo. Pero es increíble como entendemos a nuestra madre cuando nos volvemos madres nosotras mismas. Hoy en día, el parecerme a mi mamá es un gran regalo para mí.

Cuando yo tenía seis meses de embarazo pensé: “Hombre, mi mamá no va a tener mucho más tiempo de vida, entonces voy a permanecer cerca de ella para que me acompañe durante mi embarazo y para que aproveche a mi hijo lo que más pueda”. Entonces decidí mudarme de Botafogo para Jacarepaguá, en la zona oeste de Río de Janeiro, a una casa al lado de la de ella que en esa época estaba disponible. Fue una locura, yo organicé toda la mudanza estando embarazada. Y recuerdo tener que ir y regresar en bus al trabajo todos los días, con esa barrigota. Llegaba feliz, a pesar de haber hecho una hora y media de viaje.

Creo que todo fue medio inexplicable, inclusive la fuerza que tuve. Yo lidiaba con la vida y con la muerte diariamente. No obstante, yo tenía algo que me blindaba: la parte externa estaba viviendo, ayudando y lidiando con el hecho de que mi madre estaba muriendo, mientras que mi parte interna estaba generando una vida. Creo que mi embarazo también ayudó a mi madre en su lucha. Tengo completa certeza de que ella vivió un poco más sólo para conocer a Vicente y enseñarme a ser madre.

Yo no lloré tanto durante ese período. Tal vez sólo un poco al final del año, cuando la certeza de que esa sería nuestra última Navidad juntas nos dejó deprimidas. Y en el trayecto al hospital me desmoroné. Toda una película pasó por mi cabeza y yo sabía que ya nada sería como antes. Guardo buenos recuerdos de ese tiempo juntas, viviendo como vecinas: hacíamos postres, nos sentábamos en el cuarto y nos comíamos la olla entera hablando. Eso era algo únicamente nuestro y aún hoy extraño esos “momentos postre”, esos momentos de simplemente ser feliz.

Y entonces nació Vicente y cuando regresé del hospital yo no sabía qué hacer con esa criatura pequeñita que dependía de mí. Pero al día siguiente por la mañana, mi madre ya estaba ahí conmigo, a pesar de todas las limitaciones físicas que el cáncer había traído consigo. Todo ese pánico inicial, que toda madre primeriza debe enfrentar al lidiar con el bebé durante los primeros días y los primeros meses, ese momento en el que uno deja de creer en sí mismo y se vuelve extremadamente inseguro – todo eso se fue porque ELLA estaba allí. Mi mamá le cortó las uñas y bañó a mi hijo por primera vez. Como mi marido viajaba mucho, yo ponía a Vicente en el portabebés (sling) y me quedaba todo el día con ella. Tengo un video en el que sólo se oye la voz de mi mamá cantándole a Vicente cuando él sólo tenía tres meses. Él se reía, ella carcajeaba. Hoy, cuando él ve una foto de mi mamá en la sala, dice: “Abuelita Lúcia, abuelita Lúcia”. Yo siempre le hablo de ella.

Cuando Vicente tenía tres meses – y yo ya hacía todo con gran facilidad – ella comenzó a decaer, a ponerse mal realmente. En casa, el médico nos dijo que mi madre estaba muy mal y que tal vez esos fuesen sus últimos días. Yo rompí en llanto, pero en seguida llamé a mi tía y le dije: “Llama a todo el mundo, llama a la abuelita porque yo no sé hasta cuándo mi mamá va a estar aquí”. Y realmente su organismo ya había comenzado a dar señales de estar fallando. Fui a bañarla mientras esperaba a que todo el mundo llegara. Coloqué una silla de plástico en la ducha para que ella estuviera cómoda. Ella estaba teniendo unas ausencias (de lucidez) y el médico dijo que, por más que aquello fuera difícil para nosotros, esto era bueno para ella pues así descansaba. Al final, cuando yo la estaba secando, ella gritó “¡Mamá!”. Yo le respondí: “Estoy aquí hija. Tranquila, todo va a estar bien”. En ese momento los papeles se invirtieron y yo también fui madre de mi propia madre. Justo después del baño, la visita llegó y parece que mi mamá tuvo una brisa de lucidez. Se rio, jugó, bromeó con mi abuela– fue una verdadera despedida. Y cuando todos se fueron, ella se puso muy mal. En esa madrugada tuvimos que ir al hospital y ella falleció 24 horas después. Era la víspera del Día de la Madre.

Las fichas fueron derrumbándose de a pocos. Inmediatamente después de que ella murió, la primera cosa que sentí fue algo así como “el mundo es muy injusto, soy una niña abandonada”. Pero hoy en día logro ver que ella fue extremadamente generosa conmigo, al haber esperado que yo me sintiese segura antes de continuar su camino. La sensación que tengo es como si me hubiera graduado de alguna cosa, ¿entiendes? Eso fue un regalo. Además de eso, ella me dejó varias, varias lecciones de vida que me inspiran todos los días. Hasta el hecho de que ella hubiera descubierto la enfermedad y fallecido justo después de eso me hizo a pensar que la vida es ahora y que hay que hacer que valga la pena.

Cuando se cumplió un año de su muerte, yo estaba exhausta. Pesaba 49 kilos y estaba muy deprimida. Yo intentaba entender en qué momento la vida se había convertido en algo tan pesado. Me sentía muy sola. Fue ahí que decidí simplificar la vida, hacerla más leve. Vi que ya no tenía mucho sentido vivir lejos del trabajo. Si yo viviese cerca del trabajo, ni siquiera necesitaría un carro. Entonces me mudé de regreso a la zona sur de Río de Janeiro. También vi que mi relación ya no tenía sentido. No fue fácil tomar esa decisión, aun menos con un niño pequeño, pero las elecciones que había hecho mi madre, así como toda su valentía, también fueron inspiradoras en ese momento.

Algunas veces me pregunto qué estará pensando mi mamá sobre lo que estoy haciendo. Creo que ella estaría feliz porque yo estoy bien. Siento que estoy haciendo las paces con la vida Digo que estoy en una fase tipo María Bethânia: quejándome menos y agradeciendo más. Hay una canción maravillosa de ella que habla sobre eso, “Agradecer y abrazar”, ¿ya la oíste? Es muy buena, te la voy a leer:

AGRADECER Y ABRAZAR

Llegar para agradecer y alabar.

Alabar el vientre que me creó

El orixá que me recibió,

Y la mano de la dulzura de Oxum que consagró.

Alabar el agua de mi tierra

El piso que me sustenta, el palco, la greda,

El borde del abismo,

El puñal del susto de cada día.

Agradecerle a las nubes que después son lluvia,

Serena los sentidos

Y le enseña a revivir a la vida.

Agradecer por los amigos que hice

Y que son lo suficientemente valientes para quererme, a pesar de mí misma…

Agradecer la alegría de los niños,

Las mariposas que juegan en mi patio, sean monarcas o no.

Agradecerle a cada hoja, a cada raíz, a las piedras majestuosas

Y a las pequeñitas como yo, en Aruanda.

Agradecerle al sol que irradia el día,

A la luna que como el niño Dios esparce luz

Y pone a mis sueños de cabeza.

Agradecer por la marea alta.

Y también por aquellas que llevan todos los males para otros lugares.

Agradecerle a todo lo que canta en el aire,

Dentro de la selva y sobre el mar,

Las voces que salen de cuerdas tenues y rompen cristales.

Agradecer por los señores que acogen y aplauden ese milagro.

Agradecer,

Tener qué agradecer.

¡Alabar y abrazar!

Mi madre continúa conmigo, como siempre lo estuvo.

En la imagen reflejada en el espejo. En mi gusto musical. En mi valentía para enfrentar la vida. En mi terquedad por querer ser feliz.

Gracias madre.

Mariana, carioca, tiene 31 años, es gerente de planeación, madre de Vicente e hija de Lúcia y de Marcos.