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Que la vida siga

“Pablo comenzó su carta de despedida con una frase: Que la vida siga sin mí. Y la vida continúa – sólo que no exactamente sin él, porque la verdad es que él ocupa un lugar enorme”. El consultor y doctorando en filosofía Andres Bruzzone escribe este sensible, valiente e inspirador relato sobre la muerte de su hijo Pablo, quien se suicidó un mes y tres días antes de cumplir 24 años.

“Sólo hay una cosa peor que la muerte de un hijo: el suicidio de un hijo.” Escuchada hace muchos años, cuando ambas perspectivas eran tan ajenas que no había manera de que entrasen en el horizonte de lo posible, la sentencia parecía precisa. Pensar en ella provocaba un estremecimiento, una ansiedad leve y fugaz, rápidamente descartada por la palabra: “Qué horror, no puedo ni pensarlo.” Y cómo pensarlo? Nuestra hija acababa de nacer y era un bebé sonriente y feliz. Sus hermanos, el mayor, reflexivo, curioso y serio, y Pablo, travieso y adorable, descubrían el mundo con alegría. Con sus diez y seis años ya habían viajado mucho, disfrutado comidas, museos, experiencia, aventuras … Hijos de padres trashumantes, empezaron la escuela en Buenos Aires, la siguieron en París y en Río de Janeiro. Una familia linda, envidiable, condenada al éxito y a la realización de todos y de cada uno.

El viernes 3 de de octubre de 2014 Pablo decidió que no iba a vivir más. Escribió una carta, buscó en el garaje un cabo del velero de 40 pies que navegábamos juntos y, con un nudo que yo le había enseñado, se ahorcó en su cuarto, que también servía como su taller de estudiante de pintura. Faltaba un mes y tres días para que cumpliese 24 años. Yo estaba en la mitad de mis 50; hacía ocho años que había dejado una carrera de ejecutivo de medios para dedicarme a la filosofía y a ganarme la vida como consultor. Repartía mi tiempo entre Mar del Plata, mi ciudad natal por adopción y sede de la familia, y San Pablo, donde trabajo y curso mi doctorado.

Pablo empezó su carta de despedida con una frase: “Que la vida siga sin mi”. Y la vida sigue -sólo que no exactamente sin él, porque ocupa un lugar enorme. La vida sigue, pero todo cambió. No somos los que éramos hace dos años, y cuando escribo en plural me refiero al núcleo pequeño de Fabiana, mi esposa, y mis dos hijos, pero también a mis sobrinos, a los tíos y a los abuelos de Pablo, a sus muchos amigos… A todos aquellos a los que nos toca seguir con la vida sin él, cargando el dolor de su ausencia y el estupor del final.

La vida de la pareja fue conmocionada, la vida profesional sacudida, la vida académica postergada. Hubo rupturas y decepciones, y a la pérdida del hijo se sumaron muchas otras, afectivas y materiales. Un tsunami había devastado mi vida y nada de lo que había se salvó : mirando a mi alrededor veía escombros, inundación, desolación. Pero también veía vida: apesar de la destrucción, el cielo insistía en seguir brillando, había árboles de pie y de algunas casas veía salir gente, aturdida, pero viva. Y yo era una de esas personas: consciente de haber sido golpeado por una violencia descomunal, pero no menos cierto de la decisión de seguir viviendo y de superar la tragedia.

“No se supera la muerte de un hijo”, oí decir a gente con más años de experiencia en el tema que yo. Y estoy de acuerdo -dependiendo de lo que se entienda por superar. No se supera en el sentido de solucionar o resolver, como una enfermedad, que se cura, o de una crisis internacional, cuando un tratado define un nuevo status quo y se aleja el riesgo de conflicto bélico. O como una crisis de pareja, que puede dejar marcas, pero que si superó la verdad ya no es un problema (si sigue interfiriendo, entonces se dice que no fue superada).

La muerte de un hijo es una situación permanente, algo que se instala, que se integra a lo que somos. Así como nadie deja de ser padre: es condición definitiva, aunque el idioma no nos de una palabra para llamarla, como un viudo o un huérfano (es tan espantoso pensarlo que no queremos ni siquiera ponerle nombre?). El hijo (y su muerte) sigue presente, acompaña la vida de los padres. En este sentido, no se supera.

Pero hay otros sentidos de la palabra superar: también puede significar dejar atrás, como se deja tras de sí un punto del camino. Ahí, superar se entiende como pasar la etapa más dura del duelo, no aferrarse a ella ni permitir que se imponga definitivamente de manera central en nuestra vida. Se supera el desánimo, la angustia, la caída de la autoestima. Se supera el enojo que busca destinatario y lo encuentra en el psiquiatra irresponsable, en el amigo que no se acerca, en aquella persona que hizo un comentario torpe o insensible. En este sentido, hay superación cuando la presencia de la ausencia no nos define, no es eje central de lo que somos y nuestro lugar en el mundo.

Elevarse por encima de algo, tornarse mejor hasta alcanzar niveles más altos también es superación. Decimos que el pianista se superó en una interpretación, o que el deportista alcanzó la superación (de sus marcas previas, de sus competidores, de todo lo que se hizo antes en su disciplina). Y la muerte de un hijo nos llama a la superación: debemos superarnos a nosotros mismos en la capacidad de aceptar, comprender, vivir, inclusive en las situaciones más adversas. Lo que sabíamos hacer no es suficiente: vamos a necesitar superarnos si no queremos quedarnos atrás, si queremos vivir y no sólo sobrevivir — vivir, aquí, se entiende por vivir plenamente, con alegrías y dolores, con temores y esperanzas. Esto explica por qué “lo que no nos mata nos hace más fuertes”: porque cuando uno descubre que puede, este descubrimiento añade fuerza y se crea un círculo virtuoso que ayuda en la recuperación y provoca un fortalecimiento creciente.

Entre los significados de superación no se cuentan borrar, aniquilar o eliminar. Lo que fue superado sigue existiendo, está presente. Este es el desafío de una superación auténtica. Superar no es retirar de nuestra historia el hecho trágico. La superación no es olvidar o ignorar. No se trata de tomar una pastilla del olvido y seguir viviendo igual que antes, inocentemente, como si nada hubiera pasado. Eso sería lo contrario de superación. Habrá que encontrar justamente entre los restos de la catástrofe los materiales para la reconstrucción, y para hacer eso y empezar de nuevo habrá que mirar de frente a la devastación.

Como después de todo tsunami, el agua va a bajar y llegará lo que parecía imposible: el retorno de la normalidad, de una nueva normalidad. Un día, después de muchos, descubro que hoy no lloré; el primer pensamiento del día no fue el hijo muerto (fue el segundo pensamiento, tal vez, y eso marca toda la diferencia). Esos recuerdos funestos, esas imágenes atroces que nos desvelan, perforan la carne y nos obligan a salir de la cama y empezar alguna actividad; los desfallecimientos, cuando las fuerzas parecen drenar y quedamos hechos un trapo, sin fuerzas; esas ansiedades que son como un puño agarrando las tripas desde el interior y que aprendemos que preceden a una crisis de llanto que, sin embargo, no va resolver nada. Todo eso empieza a alejarse del centro de la escena, a perder cuerpo, a hacerse menos frecuente y menos dominante. Podemos estar con amigos sin que necesariamente tengan que oírnos hablar de nuestro proceso, del hijo que se fue. Podemos recuperar la actividad profesional sin terror al conflicto, sin preocuparnos por nuestras reacciones exageradas. Ya no esperamos ser reconfortados ni la tolerancia especial que creíamos merecer por nuestra situación. Volvemos a pensar en los demás, recordando que los otros también sufren y que los problemas que nos parecen menores también son importantes para quien los vive. Salimos al mundo y descubrimos que si, que la vida sigue.

Nada es igual, pero no todo es peor. Todo cambió y yo también. Tal vez hoy sea más sabio, más calmo, más ponderado. Soy sin dudas más fuerte y sé más sobre mi fortaleza y ​​sobre mi capacidad para hacer frente a la adversidad. Creo que estoy aprendiendo a valorar las cosas que tengo más que las que perdí o no alcancé. Sé más y mejor qué quiero y qué creo. Doy un mayor valor al afecto de algunas personas y abrí nuevas posibilidades a mi vida: nuevas sensibilidades, nuevos saberes, nuevas dudas. Preservo y reforcé mucho de lo que era y quería y que me gustaba de mi – soy, en cierto sentido, la misma persona, sólo que diferente. Me gusta más quien soy que quien era. Cambiaría todo por tener de nuevo a mi hijo? Sin duda respondería que sí, pero no tengo la ilusión de que eso sea posible.

Una de las lecciones aprendidas es que existen pérdidas y que las pérdidas verdaderas son irreversibles.

No sólo perdí los abrazos de Pablo, su risa, la complicidad en los viajes que hacíamos los dos, las canciones compartidas, el humor, disfrutar una serie juntos… También perdí ilusiones y, sobre todo, perdí un cierto estado de inocencia. Tal vez tarde y extemporáneamente, todavía tenía a los 50 algunas creencias que hacían más fácil vivir: creía que todo tenía solución, que nada verdaderamente malo podría alcanzarme. Creía que conocía a mi hijo, que siempre me tendría como un último recurso. Creía que podía proteger a mi familia de los males del mundo. Y estaba equivocado. Cosas malas pueden ocurrirnos en cualquier momento, inclusive cosas que están más allá de lo imaginable. Mis hijos son personas y tienen poder de decisión independiente de mi, inclusive para usar este poder contra ellos, o de maneras que a mi me resulta imposible entender y que pueden lastimarme. Como con el resto de las personas, de mis hijos conozco sólo una parte muy pequeña, la que quieren y pueden compartir conmigo y lo mismo ocurre al contrario. No soy omnipotente: hay fuerzas que me superan y que pueden hacer daño a los que amo. Todo esto aprendí: independientemente de la razón (sin duda triste) hay en ese aprendizaje mucho de bueno.

También aprendí que existe lo absoluto. El dolor por la pérdida de un hijo es absoluto: no se puede comparar el sufrimiento del padre que perdió a un bebé de unos días con una mujer cuyos dos únicos hijos murieron en el mismo accidente. Cada sufrimiento es completo, toma cuenta del universo y no hay más o menos en eso. Así que hoy no creo que el suicidio de un hijo sea lo único peor que la muerte de un hijo. Hasta creo que consigo encarar mejor la muerte de Pablo sabiendo que fue una decisión suya, aceptando y respetando este gesto final, tratando de interpretarlo con un valor positivo a pesar de mi sufrimiento.

Pablo fue siempre una persona luminosa, compleja, libre, sin miedo. Ansioso, voraz, curioso, excesivo, desmedido, sin medias tintas. Tanteando los límites buceó, surfeó, navegó, saltó en paracaídas, escaló. Buscaba una interpretación del universo y creía que we are all made of stars, que hay una conciencia cósmica, que podemos salir de los límites de nuestra existencia terrena y buscaba las formas y las experiencias para conseguirlo. Le gustaba la música, la fotografía, el cine, el street art, Van Gogh, Escher, el tatuaje, las fiestas, los amigos, Berlín, Amsterdam, Cusco y San Pablo. En los ocho mil y pocos días que vivió, vivió mucho más que muchos longevos. Era generoso y también egoísta, cariñoso y provocador: también en las personas testaba los límites. Amaba y odiaba con intensidad tan incendiaria como el resto de sus pasiones. Más que intenso, era incandescente. Ardió en su propio fuego y en esa explosión de luz final iluminó y quemó a los que estábamos cerca. Me cabe, nos cabe guardar la luz y curar el resto.

Mientras tanto, la vida sigue.