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“No olvides ser feliz”

Perder a una madre es como quedarse sin piso, sin techo y sin paredes, especialmente para quien es hija única. Pero siempre será posible reconstruir la casa con creatividad y sabiduría. Esto es lo que nos enseña la periodista Julia Ribeiro, quien hizo de su propio luto una escuela de vida

Testimonio a Laura Capanema

archivo personal

Querida mamá: Aún no tuve hijos, no financié el apartamento, no hice un MBA, ni doctorado. No gané ningún porcentaje sobre la renta de ninguna empresa ni me hice millonaria antes de los 30. No compré un labrador, una 4×4 ni un televisor más grande. Aún no escribí un libro ni planté árboles. La valentía y la libertad que plantaste en mí hicieron germinar otros frutos. Decidí sacar mis sueños del cajón y caminar en contra de la corriente de la multitud. El hogar se convirtió en morral y el mundo entero es ahora mi casa. Hoy vi una estrella fugaz en el cielo. Eras tú consintiéndome la cabeza y susurrando: “¡No olvides ser feliz!”. La mejor noticia es esta: estoy en el camino.

Fue con este texto que la periodista carioca, Julia Ribeiro, de 34 años, abrió nuestro post de homenaje al Día de la Madre. En esta ocasión, invitamos a algunas hijas-huérfanas a dar una buena noticia a sus madres-estrella. Desde entonces, me quedé con las palabras de Julia en la cabeza. No por su valentía de abandonar todo y lanzarse al mundo (ya hay tanta gente haciendo eso…), sino por su sensibilidad y capacidad de escribir un mensaje tan leve (¡y tan lindo!) en una fecha que puede llegar a ser muy dura (por no decir oscura) sin la fuerza materna cerca. Además de eso, una empatía inmediata nació de ese mensaje: nosotras, que vivimos o estudiamos el luto, nos damos cuenta cuando el otro comprende aquello que yo denominé “insight de la vida” – es tener una consciencia más clara sobre la finitud, una finitud que no tiene que ver únicamente con la existencia, sino con los días pasados. Es cuando decidimos – medio repentinamente – mudar los rumbos de la marea y no perder más el tiempo con lo que no tiene tanta importancia. Hay gente que aprovecha ese soplido, ese instante para escribir un libro, hacer una película, montar una página web (!), salir de la inercia y enfrentar los miedos. Julia lo hizo. Preparó sus maletas o su mochila. Y mientras viaja por ahí, ella asimila la pérdida de su madre, Suely, quien murió hace un año y dos meses. Por Skype, y directo desde Costa Rica, Julia habló y lloró – y me hizo llorar. Si yo pudiese resumir la moraleja de su historia en pocas palabras, sería esta: Perder a una madre es como quedarse sin piso, sin techo y sin paredes. Pero siempre será posible reconstruir la casa con vigas y pilares más resistentes. Y lo mejor de todo: ese hogar puede estar en cualquier lugar.

Testimonio:

“Mi mamá y yo siempre vivimos juntas, solo nosotras dos. A decir verdad, éramos una familia maravillosa compuesta por tres integrantes: Ella, nuestro gato siamés del momento (tuvimos varios a lo largo de la vida) y yo. Soy hija única de padres separados. Soy la realización más concreta de una mujer que tardó en quedar embarazada. Cuando nací, mi madre ya bordeaba los 40 años, lo que representaba, en aquella época de inicio de los años 80, la más perfecta vanguardia femenina del futuro. Psiquiatra psicoanalista, ella vivía la vida intensamente.

archivo personal

Su historia con el cáncer comenzó a los 50 años. Primero, el cáncer de seno, una batalla solitaria vencida después de mucho esfuerzo. Después vino el Parkinson, una enfermedad canalla que va comiendo de a pocos, por los bordes. Ella comienza discretamente y va llenando los espacios, solo que al contrario: dejando vacío lo que estaba lleno. A mi mamá le encantaba trabajar y sólo paró de hacerlo cuando percibió que estaba confundiendo los nombres de los pacientes. Tras esto, vino un pie roto que nunca se curó y, con el diagnóstico, un nuevo tumor encontrado en los huesos. Cuando los médicos pararon de hablar de “cura” y empezaron a referirse a “calidad de vida”, entendí que yo necesitaba acomodarme para poder ayudarla. Yo vivía con tres amigas, pero decidí rebobinar la película y me fui a vivir con ella. Todo cambió.

Monté un mega esquema: enfermero 24 horas, psicólogo, fonoaudióloga, fisioterapeuta. Y ahí llegaron los primeros lutos: la muerte de la madre protectora, de la súper heroína. Después la de mi mejor amiga, la de la mejor consejera. Pero no había tiempo que perder y yo necesitaba aprovechar el tiempo al máximo. Y así lo hice. ¿Vamos al lago? ¿Vamos al Jardín Botánico? ¿Salimos a la terraza? ¿Abrimos la ventana y apagamos ese televisor? Fueron cuatro años de incansables jornadas de cariño, cuidado y delicadeza. Yo, que siempre fui muy desorganizada, me veía a mí misma obsesionada con planillas de médicos, horarios de remedios, fechas de consultas, resultados de exámenes. Me convertí, de un momento para otro, en la madre de mi madre.

Ella fue una enferma muy saludable – palabras de la propia médica. Vivía activa, a pesar de las limitaciones que iban aumentando dolorosamente. Con el correr de los días, fui trascendiendo las angustias y trayendo más bossa, más magia a nuestra casa. Y literalmente lo hice: la música siempre fue un lazo importante entre nosotras dos. Juntas aprendimos que un buen disco era como una poción mágica y que una melodía tenía el inexpresable poder de solear un día nublado. Música es mejor que medicamento. Comencé a utilizarla como terapia tras haber visto el documental Alive Inside (2014), el cual muestra cómo pacientes con enfermedades neurológicas avanzadas reaccionan positivamente al oír canciones que marcaron sus vidas. La memoria de la música es muy profunda, aun para los cerebros más deteriorados. Y así avanzaba yo, esforzándome para que todo santo día ella se levantara feliz, lo que implicaba una hermosa banda sonora.

Poco a poco fui asimilando su partida. Como buena hija de psicoanalistas, nunca abandoné la terapia, un recurso que considero que fue fundamental para que yo pudiera procesar mejor las pequeñas pérdidas diarias. Pasé noches enteras escribiendo en mi cabeza todo lo que yo diría en el entierro. Esto no quiere decir que una muerte anunciada duela menos. La muerte siempre es brutal, dolorosa, incomprensible e inexplicable. Es intangible.

Ella se fue despacio. Un día le flaqueó la pierna. Después comenzó a hablar más bajo. No comió. Ahí vino la fiebre y, finalmente, una semana en el hospital, tiempo suficiente para transformar mi sereno luto anticipado en un dolor alucinante. Era demasiado difícil ver allí inconsciente a mi mejor ejemplo de consciencia. Pero, aun así, yo quería un final de novela, quería despedirme en la hora correcta, decir cosas bonitas. Y pensaba: “Dios, si realmente te la vas a llevar, llévatela hoy que es sábado y está haciendo un día lindo”. Boberías mías. Me demoré en entender que yo no tenía control sobre nada. En la única tarde que salí para distraerme, la médica llamó. Fue el 31 de mayo de 2015.

MORIR ES NACER AL CONTRARIO

Como pasé años preparándome psicológicamente para ese momento, yo ya tenía en mi cabeza todo un borrador de cómo sería el velorio. Quería algo alegre y sereno, como en la película Dreams (1990), de Akira Kurosawa. Me puse una camiseta amarilla, pedí flores amarillas y llevé un disco de Frank Sinatra – la canción My Way, que ella adoraba, sonó sin parar, llenando los silencios y acariciando almas. Como no somos religiosas, hice de la música -que era nuestro lugar de trascendencia – nuestra oración.

En los días siguientes, me sentí llena de una extraña paz. Los siete días de licencia de trabajo pasaron casi que anestesiados debido a todo el papeleo y burocracias que había que resolver. Pero después… ah, después. ¿Fuerza? Yo tuve fuerza para luchar mientras mi mamá vivía. Cuando ella descansó, me desmoroné. Fue ahí que me di cuenta que el dolor viene con la certeza de la ausencia. El estallido de pasar de existir a no existir es inexplicable. Pasamos toda nuestra vida sin aceptar nuestra finitud. Estamos tan desconectados de la naturaleza que olvidamos cuál es el ciclo natural de las cosas. Vivimos rodeados de máquinas y nos creemos invencibles. Y no lo somos.

Ella no se había ido de viaje y el teléfono no iba a sonar. Ella ya no estaría más en ningún lugar. Las fichas se caen. Todos alrededor parecen invisibles. Uno se vuelve miope, débil y hasta egoísta. Se engorda, se cierra al mundo. Por eso es importante subrayar lo siguiente: Amigos, ¡no desistan! En esa fase es necesario tener redes de apoyo muy sólidas para no enloquecer, para no perderse.

“Va a pasar, en poco tiempo te sentirás mejor”. Esas son cosas muy duras de oír. La tristeza no tiene por qué pasar rápido. Y tampoco creo que deba hacerlo – sólo logramos sublimar la muerte después de vivir el dolor en su integralidad. Yo decidí dejar ese dolor desbordarse. Río de Janeiro entero yendo a beber al Baixo Gávea¹ y yo ahí, devastada. ¿Qué iba a ir a hacer yo allá afuera? Las personas estaban felices, pero yo no. El mejor reconforto lo encontré en la ficción. Vi muchas, pero muchas películas. Me apegué a las películas más trágicas, a las historias más tristes del mundo. Fueron noches y noches acostada en el sofá, sola. Me identificaba con ese dolor de ficción, como si sólo aquellos personajes pudiesen entenderme. Yo quería ver hasta dónde dolía. Quería ver si las lágrimas se acabarían.

No se acabaron. Sin embargo, y después de meses entre la cama, decidí rodearme de yoga, psicoanálisis y homeopatía. Y medio sin percibirlo, la alegría comenzó a regresar discretamente, encontrando su lugar en medio de la oscuridad. No así, aún faltaba aprender a lidiar con la culpa de comenzar a ver el mundo más colorido.

ESTAR EN DUELO, COMO VERBO EN PRESENTE ²

Seis meses después, pequeños rituales fueron llenando el vacío de la rutina. Y el duelo se convirtió en eso mismo, en un duelo, en una lucha. La lucha por mantener la presencia posible dentro de la ausencia irremediable. La lucha por repartir y compartir generosidad, empatía y amor, las mayores herencias que recibí. Doné cada plato de torta, cada caja de costura, cada portarretrato y, también, cada libro de antropología y psicoanálisis, sus más grandes tesoros. Antes de donarlos, releí uno por uno, siguiendo sus anotaciones. Llené muchos huecos en ese proceso. Fue cuando entendí que la memoria es una bella forma de existir. Y cuanto más existe la persona, menos duele la ausencia.

La muerte es brusca y delicada al mismo tiempo. Encararla de frente – sin esconder el dolor – puede traer muchas ganas de vivir. Comprender lo que significa perder nos da automáticamente muchos deseos de ganar. Ganar la posibilidad de vivir bien, de ser feliz todos los días. De repente, sentí que el presente era simplemente un espacio, un vacío. Sentí que la vida era demasiado importante como para que yo la gastara esperando a que llegara el final de semana, el día festivo, las vacaciones. Comenzó a mortificarme el hecho de tener que pasar mi día entre la pantalla del celular y la pantalla del computador. Pensé en mi mamá que trabajó años esperando pensionarse para poder, finalmente… vivir la vida. Y carajo, no funcionó. Somos esclavos de nuestros gastos y estamos cada vez más atrapados. Atrapados en las cuotas de las cosas nuevas, en las  cuentas de la casa, en modelos de trabajo sin flexibilidad y con una rigidez sofocante. Uno se va volviendo gris sin darse cuenta.

Yo no podía esperar para pensionarme. ¿Qué tal que yo no viva hasta ese momento? Y ahí fue que decidimos cambiar el rumbo de nuestras vidas, mi marido y yo. El 4 de abril comenzamos nuestra jornada por el mundo. No queremos simplemente viajar, también queremos trabajar, queremos descubrir en otros países nuevas formas de vivir y de relacionarse. No es cliché: la felicidad está en los detalles. En el día bonito, en el jugo que está rico, en el pájaro diferente que se para justo al frente tuyo.

La idea de que la persona que ya se ha ido puede vivir dentro de nosotros es muy real. Aun estando lejos de Brasil, distante de todas las referencias a ella, tengo la tranquilidad de saber que ella está en mí. De hecho, creo que nunca estuvimos tan cerca. Yo no sé si soy feliz, pero estoy intentando serlo desesperadamente. Y es en esa búsqueda que voy a encontrarme. Es valorizando la vida, la cual es demasiado preciosa como para simplemente verla pasar.

 

 


 

1 Punto de encuentro de muchos jóvenes en Río de Janeiro debido a la gran cantidad de bares y restaurantes que se encuentran localizados allí.
2 El texto original, en portugués, es un juego de palabras cuya traducción no tiene sentido en español. Luto, en portugués, puede hacer referencia a dos situaciones: La primera, al proceso que adviene tras la muerte de una persona. La segunda, es la conjugación del verbo “luchar” en primera persona del singular. Así, la palabra “luto” significaría también “lucho”. En el texto original, la autora dice: “yo lucho, como verbo en presente”, haciendo alusión a ambas situaciones.