Inspiração - Reflexiones
Abrace su dolor
Fue la mañana del 1 de junio de 2009. Salí muy temprano de la casa para ir a hacer la revisión del carro. Mientras estaba parada en el tráfico, mi celular sonó. Una amiga quería saber en qué vuelo había embarcado mi novio, Leo, la noche anterior. Era el 447 de Air France que iba de Rio de Janeiro a París, llevando a 228 personas con sus diferentes sueños. Cuando el avión cayó, destruyó a todos los que amaban a esos pasajeros.
Minutos después, Brasil se detuvo para narrar semejante tristeza. Aún no existía Facebook, pero la televisión, los periódicos, las revistas, las páginas de internet y Orkut hicieron su papel. Fueron semanas enteras de cobertura por parte de la prensa, meses de búsqueda de destrozos y cuerpos, años hasta finalizar los procesos burocráticos y las investigaciones.
El accidente se convirtió en un espectáculo público, pero nuestro dolor fue absolutamente individual.
Yo no seguí mucho lo que estaba siendo dicho y exhibido en las noticias. No me interesaba el accidente, pues yo intentaba digerir la noticia de que él había sido sustraído súbitamente de nuestras vidas. El ruido que venía de dentro ya era demasiado grande, así que decidí mantenerme alejada de las columnas y reportajes de investigación, esos que vemos todo el tiempo en la cobertura de prensa. La poca energía que tuve en las primeras semanas se fue en los cuidados personales, las visitas, las llamadas, los emails, la lectura y la escritura. Los familiares y amigos de Leo eran mis pares, por lo que no tuve contacto con los familiares de otras víctimas.
Más de siete años han pasado. Hace una semana que pienso si tengo algo para decirles a las familias y amigos del equipo del Chapecoense. Pero borro cada frase que escribo. Sólo sé que duele y que irá a doler por mucho más tiempo que la cobertura y conmoción nacional.
Me gustaría que mis palabras tuviesen fuerza de abrazo, pero no soy tan buena escritora como para lograr esto. Decidí, entonces, tomar prestadas algunas palabras de un poeta de verdad. Un poeta que, sin saberlo, me ayudó inmensamente durante mis momentos más difíciles, inspirándome a acoger con paciencia el dolor que estaba sintiendo. El libro de Rainer Maria Rilke, “Cartas a un Joven Poeta”, fue un regalo de una gran amiga de proyecto – y de vida – que me acompaña hace muchos años.
El libro es un clásico que puede ser encontrado en cualquier librería física u online. No es un libro sobre el luto, sino sobre la vida y la valentía que ésta nos demanda. Es también sobre la importancia de aceptar el paso de la tristeza por nuestras vidas y su poder transformador.
Separé algunos fragmentos de mi parte preferida, la “Carta del 12 de agosto”, para compartirlos con quien necesita de fuerza y abrazos. Deseo que todos ustedes sean rodeados de amor y cuidados. Lo siento mucho.
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“Borgeby Gard, Flàdie, Suecia,
12 de agosto de 1904
Quiero volver a conversar con usted un rato, querido señor Kappus, aunque yo casi nada sepa decirle que pueda procurarle algún alivio. Ni siquiera algo que alcance a serle útil. Usted ha tenido muchas y grandes tristezas, que ya pasaron, y me dice que incluso el paso de esas tristezas fue para usted duro y motivo de desazón. Pero yo le ruego que considere si ellas no han pasado más bien a través de su vida misma. Si en usted no se transformaron muchas cosas. Y si, mientras estaba triste, no cambió en alguna parte -en cualquier parte- de su ser. Malas y peligrosas son tan sólo aquellas tristezas que uno lleva entre la gente para sofocarlas. Cual enfermedades tratadas de manera superficial y torpe suelen eclipsarse para reaparecer tras breve pausa, y hacen erupción con mayor violencia. Se acumulan dentro del alma y son vida. Pero vida no vivida, sino despreciada, perdida y por cuya causa se puede llegar a morir.
Si nos fuese posible ver más allá de cuanto alcanza y abarca nuestro saber, y hasta un poco más allá de las avanzadillas de nuestro sentir, tal vez sobrellevaríamos entonces nuestras tristezas más confiadamente que nuestras alegrías. Pues son esos los momentos en que algo nuevo, algo desconocido, entra en nosotros. Nuestros sentidos enmudecen, encogidos, espantados. Todo en nosotros se repliega. Surge una pausa llena de silencio, y lo nuevo, que nadie conoce, se alza en medio de todo ello y calla…
Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que experimentamos como si se tratara de una parálisis. Porque ya no percibimos el vivir de nuestros sentidos enajenados y nos encontramos solos con lo extraño que ha penetrado en nosotros. Porque se nos arrebata por un instante todo cuanto nos es familiar, habitual. Y porque nos hallamos en medio de una transición, en la cual no podemos detenernos.
Por eso también pasa la tristeza. Lo nuevo que está en nosotros, lo recién llegado, se nos entra en el corazón, se desliza en su cámara más recóndita y ya tampoco está allí: está en la sangre. Y no alcanzamos a saber lo que fue… Sería fácil hacernos creer que no sucedió nada. Sin embargo, nos transformamos como se transforma una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado. Quizás nunca logremos saberlo. Pero muchos indicios nos revelan que el porvenir entra de ese modo en nuestra vida para transformarse en nosotros mucho antes de acontecer.
(…)
El porvenir está ya fijo, querido señor Kappus, pero nosotros nos movemos en el espacio infinito.
(…)
No debe, pues, azorarse, querido señor Kappus, cuando una tristeza se alce ante usted, tan grande como nunca vista. Ni cuando alguna inquietud pase cual reflejo de luz, o como sombra de nubes sobre sus manos y por sobre todo su proceder. Ha de pensar más bien que algo está ocurriendo en usted. Que la vida no lo ha olvidado. Que ella lo tiene entre sus manos y no lo dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda inquietud, toda pena, toda tristeza, ignorando -como lo ignora- cuánto laboran y causan en usted tales estados de ánimo? ¿Por qué quiere perseguirse a sí mismo, preguntándose de dónde podrá venir todo eso y a dónde irá a parar?
(…)
¡En usted, querido señor Kappus, suceden ahora tantas cosas!… Debe tener paciencia como un enfermo y confianza como un convaleciente. Pues quizá sea usted lo uno y lo otro a la vez. Aún más: es usted también el médico que ha de vigilarse a sí mismo. Pero hay en toda enfermedad muchos días en que el médico nada puede hacer sino esperar. Esto, sobre todo, es lo que usted debe hacer ahora, mientras actúe como su propio médico.