Inspiração - Bellas Historias
Vivir el luto para no vivir de luto
Despertarse. Respirar. Pensar. Existir. No hay un solo verbo que no duela durante el luto. Tal vez dormir alivie un poco, pues es en este momento que el dolor permanece adormecido. Pero el miedo vuelve y despierta: será necesario enfrentar el día siguiente.
Perder a quien amamos es, de cierta manera, morir un poco – aun cuando el corazón insista en continuar latiendo. El duelo nos convierte en un lugar miserable. Queremos huir de nosotros mismos, tener otra vida, perder la memoria, cambiar de papel. Cualquier cosa que nos quite el dolor rápidamente, que nos salve del horror de sentir que alguien nos fue amputado. Pero no hay alivio inmediato.
La muerte es una verdad disfrazada de absurdo. No se arrepiente, no da vuelta atrás, es un cierre. Es el verdadero “para siempre”. Es el teléfono que no suena, el silencio ensordecedor, la pesadilla que no acaba, la ausencia que nunca dejará de estar presente.
Estar en duelo es como mudarse a una especie de celda blindada, de la cual salimos únicamente para tomar interminables y dolorosos baños de sol. Es una celda solitaria a la cual queremos regresar rápidamente – aunque sea triste y sombría, ésta continúa siendo el lugar donde nos sentimos menos incómodos.
Yo recuerdo deambular por la ciudad como en una escena sin audio. Miraba a mi alrededor y me preguntaba con qué derecho las personas sonreían si, dentro de mí, todo era oscuridad. Así es hasta que uno se acostumbra. La muerte se repite muchas veces. Cuando uno se despierta, he ahí la muerte de nuevo. Con cada recuerdo, otra muerte. Hasta que ella finalmente muere dentro de nosotros – y esto toma un tiempo.
Cuando mi hijo nació, fue algo parecido. Sólo que, esta vez, era vida. Cada hora era vida de nuevo. A cada instante, mirar y darme cuenta de que era real, de que había nacido, era mi hijo. Respira, se mueve, llora, mama. Es vida.
El nacimiento y la muerte son dos verdades que crecen dentro de nosotros hasta que nos tenemos que enfrentar realmente a ellas. A mí me tocó experimentar ambas verdades de forma simultánea. Cuando yo estaba embarazada, perdí al padre de mi hijo que estaba próximo a nacer. Fue viudez, pero también fue aborto: una frase cortada en pleno gerundio. Cuando su corazón paró de latir, murió nuestro futuro.
Lo que más dolía durante el duelo era no lograr que las personas sintieran mi dolor. Yo hablaba compulsivamente. Escribía de forma obsesiva. Hasta hacer que las personas llorasen. Y lloraron – más sus dolores que los míos, es verdad, pero eso también es empatía. Y cuando cada momento de ausencia latente se transformaba en un texto delicado, cuando las palabras lograban hacer que el otro vistiera mi dolor, la tristeza se convertía en alegría: era el alivio de sentirme comprendida. Era una especie de alquimia incidental, convertí el dolor en sonrisa.
Fíjese cómo la vida está llena de ironías: el luto es prácticamente un parto. Es necesario reaprender a vivir sin la persona que se ha ido, como quien nace de nuevo – ¿Y quién continuará siendo el mismo? Vivir el luto es renacer – y nacer es un ejercicio solitario. Es necesario mirar el mundo nuevamente y re-conocerse en y frente a él.
Sin embargo, como todo niño que va creciendo, el luto también requiere tiempo. Mientras esto ocurre, el luto no va por ahí despertando sonrisas. En un mundo programado para la felicidad, el luto genera incomodidad, abriendo hiatos de malestar. La muerte es una certeza demasiado espinosa como para tocarla con naturalidad.
El momento menos solitario es, tal vez, la primera semana o el primer mes, mientras se llevan a cabo los rituales de despedida. Pero, pasados algunos días, todos retoman sus vidas. Nadie quiere continuar hablando de ello, salvo el propio enlutado, que no quiere hablar de otra cosa. Ahora es cuando el dolor comienza y parece que no va a detenerse nunca. Tal vez permanecerá para siempre: la pérdida irá instalándose en el cuerpo, como una bala encapsulada, hasta dejar de incomodar. Con paciencia, el tiempo cambia a los sentimientos de lugar. Quien se ha ido pasa a vivir dentro de mí.
Y es, entonces, cuando el dolor me lleva a otros lugares. Abre mis ojos, me enseña a cambiar de asunto. Y así, sin percibirlo, va mostrándome la vida de nuevo – que ahora es otra, porque siempre es tiempo de cambiar.
La pérdida, como un post-operatorio, exige recogimiento y reflexión porque, en caso contrario, reincide. La herida se abre de nuevo. Es necesario respetar el luto (y entregarse a él sin miedo) hasta que llegue la hora de irse. Cada uno descubre su propia forma de colocar el dolor de tal manera que podamos ir en otra dirección. La falta puede ser, entonces, bastante reveladora.
Cuando somos niños, aprendemos con los libros infantiles. Después, como adultos, las personas que se van nos hacen reflexionar sobre nuestras vidas, recordándonos la importancia de amar a quien está vivo y se encuentra cerca. Nos enseñan que tomar decisiones no tiene que ser algo tan difícil y que nada posee la certeza de ser para siempre. Ninguno de nosotros es para siempre.
Sí, la vida es corta. No viene con plazo de validez ni con garantías. Cada fin de año es una oportunidad única para sentir todo tipo de emociones al mismo tiempo – risa y llanto, inclusive. Celebre. Aun con un puesto vacío en la mesa, la familia está allí. El pavo está delicioso. Los niños corren allá afuera. El brindis por la vida no puede esperar.
En el 2008, la publicista y escritora, Cris Guerra, lanzó el libro “Para Francisco”, en el cual le presenta a su propio hijo el padre que nunca pudo conocer (Guilherme murió al final del embarazo de Cris). Hoy en día, ella está trabajando en una segunda edición, con nuevos textos. Cris escribió este relato inédito especialmente para nuestra página “¿Y si hablamos del luto?”.