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La tal nostalgia

Perdí a mi padre hace algunos años. Sólo entonces descubrí que la nostalgia tiene tamaños y que su tamaño es inversamente proporcional a aquello que la despierta.

Imagen: kaio berhauser / unsplash

La nostalgia aparece en horas extrañas. No nos prepara, no nos avisa, no deja una persona esperándonos en el aeropuerto con un aviso de “Nostalgia”. Al contrario, al igual que las gripas y los herpes, la nostalgia espera a que el sujeto baje la guardia para atacar. Uno pensando en la pensión del colegio de los niños o en la nómina del equipo y ella irrumpe implacable. La nostalgia es muy descarada.

Perdí a mi padre hace algunos años. Sólo entonces descubrí que la nostalgia tiene tamaños. Algunas veces es pequeñita, discreta y hasta gracia tiene. Algunas otras, es mejor no tener que recordar. El tamaño de la nostalgia es inversamente proporcional a aquello que la despierta. La nostalgia no respeta solemnidades ni celebraciones. No se presentó en la misa de un año. No vino en Navidad con la fuerza que imaginé que vendría. No es de la foto que está en la cabecera de mi cama que nace la inmensa nostalgia por mi papá. No: la miserable surge de una duda de matemáticas de mi hijo. De un pedazo de torta de harina de maíz. De una camiseta de franela. La nostalgia nace de un balón rompiendo el vidrio de mi casa. Cuando brilla la primera estrella, la nostalgia me recuerda una lección de mi padre en una de las tantas tardes del pasado: “Eso no es una estrella, es un planeta. Es algo sin importancia, no debería tener ningún tipo de consecuencia, pero vaya uno a explicar eso en la provincia”. Los cantos que vienen de lejos en una madrugada despiertan la nostalgia por mi papá.

Un marranito, un bicho bola enrollándose (aquí había tantos, ¿qué se hicieron?). El periódico de la mañana que mancha el dedo, que ensucia el pan de tinta, tiene el olor de la nostalgia por mi papá. Las luciérnagas. Los batidos de fruta. Papá Noel. Mira a mi papá ahí camuflado en el silbido de mi hija. En el perfume de una lima recién cortada. Imposible que él no esté. Y me tendrán que disculpar, pero todos esos globos que se empeñan en atravesar el cielo los soltó mi papá, allá escondido en algún rincón que yo daría cualquier cosa por descubrir. No se preocupen bomberos, sensatos y enemigos de los globos: mi viejo tenía predilección por aquéllos que son pequeños, vagabundos, los tales “globitos chinos” que se queman minutos después de haberse elevado… Tal como el día en que se apagó el calor inmenso que había dentro de él, dejando toda esa nostalgia vagando por ahí – luciérnaga, globo, harina de maíz, bichito bola, silbido -, esperando una pequeña distracción para atacar.

Hablando de eso, miren esa lombriz ahí…

Cássio Zanatta, padre de María y Pedro, es originario de São José do Rio Pardo, lo cual explica muchas cosas.