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Lo que aprendí sobre el suicidio

Frecuentemente tratado con sensacionalismo o con el silencio propio de un tabú, el suicidio avanza como un grave problema mundial de salud pública. ¿Cómo la empatía me ayudó a acercarme a este doloroso asunto que suele ser tan evitado?

Por Amanda Mont’Alvão Veloso

Editora de Equilibrio en el HuffPost Brasil

Alison Burrell (Pexels)
Alison Burrell (Pexels)

En lo relativo al suicidio, yo oía mucho y hablaba poco. Me parecía un asunto demasiado pesado, demasiado amargo para ser mencionado. Lo conocí a través de la música y la literatura y, después, a través de la pérdida de personas queridas. El tema dejó de ser distante e imaginario: estaba aquí, en la realidad.

A los 13 años, cuando estaba en el colegio, sentí el peso de su sofocador silencio. Un chico de bachillerato había intentado suicidarse. Nadie decía nada. Nadie intentaba colocar las palabras para representar esta perplejidad. Pero todo parecía gritar, especialmente el desespero del alumno. ¿Cuál era ese dolor dentro de él que era tan urgente e irremediable hasta el punto de quererse matar?

Cuando estudié periodismo, me topé con más silencios: en la prensa no se habla sobre el suicidio porque esto “estimula” a que haya más tentativas. Demasiado taxativo y generalizador. Sin espacio para preguntas. Parecía una recomendación completamente desconectada de la realidad y del sufrimiento que el suicidio representa.

Durante el postgrado, vino mi contacto con el psicoanálisis y con una visión revolucionaria sobre el mundo. Al menos así fue para mí: cada persona es absolutamente singular, inclusive en la forma de vivir el sufrimiento. Si antes me había pasado por la cabeza la idea de que el suicidio era un acto de cobardía o de renuncia, posteriormente apareció la empatía para mostrarme que intentar sentir el dolor del otro no tenía nada que ver con mis propias ideas sobre el mundo o con cuestiones narcisistas propias. Por el contrario, éste tiene que ver con la realidad del otro. Con una persona que se encuentra en un tal estado de desespero y vulnerabilidad que no lograr encontrarle salida a su sufrimiento. Una persona que necesita ser escuchada y acogida, pues tal vez no desearía la muerte si hubiese estado en mejores condiciones. Mi percepción sobre el suicidio se transformó. Las personas necesitaban ayuda y, posiblemente, no sabían cómo pedirla. O no eran incentivadas a hacerlo pues, al final de cuentas, no hablamos sobre el suicidio.

Como editora y reportera de salud mental en la sección Equilibrio, de la página HuffPost Brasil, comencé a investigar sobre el silencio que rodea el suicidio con el fin de realizar una serie de reportajes que abordasen este asunto de manera directa y respetuosa. Nuestra idea era mostrar el aumento preocupante del número de muertes autoinfligidas- cada día, por lo menos 32 brasileros se quitan la vida, así como la dificultad de abordar la cuestión y el efecto transformador que trae consigo la posibilidad de que una persona pueda conversar sobre sus ideas suicidas: de acuerdo con la OMS, si hubiese prevención, 9 de 10 personas aún estarían vivas.

Al acercarme aún más del psicoanálisis – hace unos años decidí hacer una formación en el área -, constaté el poder transformador que posee el habla. El habla muchas veces disuelve sufrimientos y permite ponerles nombre a emociones bastante angustiantes. El recorrido entre el dolor y la posibilidad de colocarla en palabras es una especie de traducción de aquello que hasta entonces no había podido ser expresado. Así parecía ser el sufrimiento que precede a muchos suicidios: la imposibilidad de transformar en palabras una experiencia desesperadora. El trabajo de prevención del suicidio, realizado por el Centro de Valorización de la Vida (CVV), me pareció muy apropiado. Esta organización lidia diariamente con el sufrimiento humano, poniendo en práctica el bonito ejercicio de la empatía, el de oír -sin prejuicios- a una persona que se encuentra en estado de desespero.

Al investigar sobre el asunto y conversar con voluntarios del CVV, así como con psiquiatras, psicoanalistas y psicólogos, percibí que la prevención podía ser una realidad. No obstante, la discusión sobre el tema debía ser expandida, especialmente más allá de los círculos ligados a la salud mental.

El suicidio continúa siendo un gran tabú en nuestra sociedad. Unas veces se le impone el silencio de lo que no puede y no debe ser conocido. Otras, se lo aborda con sensacionalismo y detalles explícitos, típicos del tratamiento que se la da a aquello que supuestamente sólo le ocurre al otro – y jamás a nosotros.

El distanciamiento frente al asunto por parte de muchas personas demuestra, no sólo la dificultad de lidiar con la muerte, sino también el estigma de que el suicidio sólo les ocurre a algunos – a los “débiles”. Esta idea es bastante equivocada: pensar en el suicidio es mucho más común de lo que creemos y nos puede ocurrir a cualquiera de nosotros. Lo realmente alarmante es que muchas personas ni siquiera sienten el estímulo de admitir que poseen estos pensamientos o de desahogarse, lo que disminuye bastante las posibilidades de hacer algo al respecto.

Como si fuera una especie de enfermedad contagiosa, el silencio sobre el suicidio, especialmente por parte de la prensa, acabó siendo justificado por el temor de que hablar sobre el asunto pudiese promover dicho acto. El escritor alemán, Goethe, tuvo que defenderse públicamente después de que una centena de jóvenes se suicidara tras haber leído el libro Las penas del joven Werther (1774) , en el que el personaje principal se suicida. La imitación de los suicidios pasó a ser llamada de Efecto Werther en la literatura médica.

La percepción de un posible “contagio” en Viena, durante la década de 1980, llevó a la creación de un manual para que los profesionales de la prensa supieran cómo divulgar los suicidios. En los cinco años siguientes a su publicación, la tasa de suicidios en el metro austríaco disminuyó un 75%, según la Asociación Brasilera de Psiquiatría (ABP).

En muchos lugares, la cautela recomendada en la cobertura periodística se transformó en un silencio peligroso. Es necesario hablar sobre el suicidio, pero con responsabilidad y discreción. En un informe de la OMS, divulgado en 2014, esta organización incluye a la cobertura sensacionalista por parte de los medios de comunicación como un factor de riesgo, puesto que éstos contribuyen a las “imitaciones” o a la misma estigmatización de las personas.

Tales cuidados no tienen por qué convertirse en un dogma desincentivador. Para ponerlos en práctica, la mejor brújula es la empatía. ¿Cómo sería si estuviesen hablando de usted y de su vida? Finalmente, hablar del suicidio no es hablar de alguna cosa abstracta con la cual no tenemos relación de identificación. Hablar del suicidio es, necesariamente, hablar de una persona, de un sujeto con historia propia y cuya muerte va a afectar otras vidas.

Es hablar del dolor, del lamento, del pedido de ayuda, del difícil luto que tendrán que hacer las familias y amigos. No hay objetividad que logre digerir un acontecimiento de este tipo. Como con cualquier tipo de muerte, lidiar con el suicidio exige delicadeza y respeto. Diariamente, somos incentivados a pasar por encima de nuestras emociones y a tratarlas como un anexo de nuestras vidas. Como si esto nos hiciera más prácticos e infalibles frente a los imprevistos. Pero la vida está hecha de imprevistos, de contactos con el otro y de pérdidas que generan sufrimiento. Lo mínimo que podemos hacer es darnos el tiempo – y darle tiempo y protección al otro – para poder tratar las heridas.

La serie de reportajes, Rompiendo el silencio en torno al suicidio, fue publicada en septiembre, durante la campaña #SetembroAmarelo http://projects.brasilpost.com.br/suicidio/